domingo, 8 de noviembre de 2020

EL CASO DE ROSE DONNE

 



Minnie Gasbab es una terrible chismosa...  dijo Mrs. Clark a Mrs. Boffin, mientras paseaban  lánguidamente en medio de la tarde tropical. Era el mes de julio. Un sol blanco y ardiente  llenaba todos los espacios. La atmósfera era sofocante y  despertaba los instintos adormecidos por siglos de educación y buenas costumbres. En ese lugar todo era distinto: la cólera, el amor, los celos, la dicha, se sentían de  diferente manera. La misma Mrs. Clark, con todo y haber  sido educada en el seno de una aristocrática familia  bostoniana, había roto a bastonazos los cristales de su  casa, cuando discutió con Mr. Clark en cierta oportunidad.  Después, ambos tuvieron que inventar algo sobre una explosión, lo que ocasionó que la Superintendencia de Mantenimiento  realizara una ardua revisión de las tuberías de gas, cuyos  resultados los dejaron perplejos.

 Mrs. Clark sentía que se ahogaba, a pesar del  aire acondicionado y de la vegetación tan fresca y hermosa  de los jardines. Ella y Mrs. Boffin, una joven de Kansas,  muy educada, acostumbraban caminar por los jardines del  Campo Norte de San Roque, todas las tardes. Caminaban bajo  lujosos arcos de trinitarias cuyos tonos variaban desde el  rojo frambuesa hasta el rosado. Había helechos colgando  como cortinas de un verde delicadísimo. Setos de cayenas  cuidadosamente recortados. Macetones de azaleas blancas.  Jardincillos circulares de lirios y calas, flores obscenamente carnosas. Sí: era obsceno. Mrs. Clark jamás se  había imaginado que pudiera existir algo así.

 -¿No le parece, querida, que hace un calor  sofocante?, dijo.

 -Sí, claro, supongo que podemos entrar al Salón,  si usted quiere, respondió su compañera.

Mr. Clark le había dicho al principio, cuando  le propuso venirse a ese lugar, que sólo serían unos meses.  Algo para él very important. El desarrollo de su carrera.  No le habló de las incomodidades, de los insectos, de la  humedad caliente del aire, de la fuerza monstruosa de las pasiones, ni del lugar en que vivirían: aislado por perros  y alambradas, y donde deberían circunscribirse a tratar con  veinte o veinticinco familias de tan diversa cultura y nivel  social, igualadas por la necesidad de juntarse, extranjeros  en medio de nativos que eran a la vez untuosos y hostiles.

Por lo demás, fuera de las alambradas sólo  había una llanura reverberante, y, más lejos, un poblado  sucio y bullicioso, donde se cultivaban el vicio, la perversión y la violencia. Mrs. Clark había ido dos o tres  veces, con idéntica sensación de grima.    Ya esto duraba demasiado. Después de año y  medio, apenas si lo resistía. Todo el tiempo temía volverse  loca. Ni siquiera se atrevía a tener un niño, como  reiteradamente se lo había sugerido Mr. Clark, porque  dudaba de que fueran adecuadas las condiciones del lugar.  ¿Qué educación podría proporcionarle a un chico en esas  circunstancias? Oh, aquellas amas de casa parlanchinas  tenían hijos que cuidaban sirvientas indias. Las vestían  con uniformes azules, les quitaban los piojos, y a cambio  de una cantidad insignificante, se podían dedicar a comer  cacahuates y jugar a las cartas. Una vez quiso promover un  Círculo Literario, como el que su madre había tenido en  Newports los veranos, pero aquellas mujeres apenas sabían  de lo que se trataba. Y fuera de los suyos, que no eran  muchos, los únicos libros que había en el campamento eran  los religiosos del reverendo Castle, quien cierta vez, al  oírla hablar de cierto John Dos Passos le había recomendado privadamente que no volviera a mencionarlo: That communist,  God save us, había dicho.

Mrs. Clark y Mrs. Boffin caminaban sin  apresurarse, las dos tan jóvenes, tan rubias, tan bonitas, vestidas con sus vaporosos trajes blancos escotados y ocultas bajo la doble sombra de sus sombreros de paja y sus  sombrillas estampadas: la de Mrs. Boffin, con pequeñas  flores, y la de Mrs. Clark, a rayas anchas blancas, rojas y  azules. Hablaban de los acontecimientos que envolvieron a  otra vecina, la pequeña Mrs. Donne, de soltera Umbrella, Stallone, o cualquier otra cosa italiana, quien recientemente había vuelto a la Unión, después del estallido  de un escándalo donde estaba metido, decían, hasta el propio reverendo Castle. Todavía no se sabía a ciencia  cierta qué cosa había sucedido, y si bien se hablaba de  hombres pasados por el lecho de Rose Donne, ninguna de las  chicas, después de someter a sus maridos a cuanto proceso  de confesión se les ocurrió, había obtenido una historia  clara. Y ahora Mr. Donne andaba embriagándose en Santa  María, con una corte de gente de mala vida. Mr. Clark había  comentado que, de seguir así, La Compañía tendría que prescindir de sus servicios.

En aquellos días calurosos y brillantes, de  impredecibles tormentas, había surgido la historia que  encendió los rumores por igual en las asépticas viviendas y  los salones de los Clubes Norte y Sur de San Roque, y hasta  en el polvoriento laberinto de casuchas y bares del pueblo  de Santa María del Mar (a Mrs. Clark le parecía incomprensible que, estando tan lejos del mar, aquel caserío  odioso tuviera tal nombre, pero lo atribuía a la mentalidad  de esa gente, tan extravagante). El rumor aludía a algo entre Rose Donne y,  tal vez, un negro. Comenzaron a barajarse posibilidades. Se  decía que Mr. Donne había protagonizado riñas con algunos  obreros de la perforación, con uno de los gerentes y había  retirado el saludo al profesor Boffin. Aun así, nadie podía  decir exactamente qué había sucedido.

-Salvo que no haya sucedido nada y todo haya  sido invención de Minnie Gasbab: yo la conozco..., dijo  Mrs. Clark en voz alta, siguiendo el curso de sus pensamientos.

-¿Qué sabe usted de ella?, preguntó con  curiosidad la otra mujer.

-Nada, en realidad... Pareciera que no tiene  más ocupaciones que mirar por la ventana y comentar luego  lo que ve, convenientemente ampliado y...reinterpretado,  diría yo. Creo que ella podría ser una buena escritora de  novelas... De hecho, imita los libros de Joachim Red Sauce

-Pero va mucho a la iglesia, es piadosa... En  cambio Rose Donne no parecía muy...moral... siempre con  esos trajes llamativos y esa risa... Era católica, además,  hija de italianos... ¿cómo creer que no...? Todo la condenaba, usted la vio también: era coqueta... Y Minnie  Gasbab es de una antigua familia de Georgia, mientras que  Rose venía de New York, usted sabe...

-Claro... dijo ambiguamente Mrs. Clark.

         Ambas entraron al salón bien aireado y ventilado, lleno de mesitas redondas y sillas de listones pintadas de blanco. Detrás de la barra había una estantería para bebidas. Varios espejos daban mayor amplitud al espacio. También allí había plantas, verdes, vigorosas,  exuberantes. El barman cabeceaba sobre un periódico, y dos   chicas vestidas de verde y blanco se movían entre las damas  sentadas allí a esa hora para beber té frío con limón o  refrescos de frutas tropicales, y comer pasteles. No había  un solo hombre entre los clientes. En cambio, varios niños  correteaban por la terraza, chapoteaban en la alberca, en  el estrado de la Orquesta que amenizaba algunas noches, y  entre las mesas. Niños rubios y sonrosados, cuidados por  sus niñeras vestidas de azul celeste.

Mrs. Gasbab, de unos cuarenta o cuarenta y  cinco años, delgada, musculosa, gran jugadora de tenis y  de golf, con la cara quemada y arrugada por el sol y el  cabello corto, dorado, con mechones blancos, reinaba en el  grupo de trece o quince mujeres que la escuchaban mientras  consumían placenteramente sus meriendas. Cuando ellas  entraron y cerraron sus sombrillas, voltearon a mirarlas y  las saludaron con gestos de efusiva bienvenida:

-¿Qué tal, Margret, qué tal Ann...? ¿Qué tal el paseo?¿Desean acompañarnos? Por favor... ¿qué tomarán?

-Vengan, vengan... Escuchen... Minnie está  contándonos más de esa indecente historia: ya saben...

-Oh, sí, indecente but very funny, that’s right?, dijo Mrs. Clark y se sentó con una sonrisa.

 

Mrs.  Boffin la siguió con cierta reserva, pues sabía que el  nombre de su esposo había sonado fuertemente en el rumor,  aunque ella creía en él cuando negaba su participación en  ese asqueroso asunto. En ese momento, la lavandera negra del Campo pasó, seguida por su hija adolescente. Las dos llevaban  sobre la cabeza los fardos de ropa blanca que mandaba a  repartir La Compañía, y caminaban altivas y garbosas,  exhibiendo sus hermosos cuerpos.

-Precisamente con el hijo de Frony fue con  quien la vi por primera vez desde mi ventana. Créanme,  queridas, no fue una ventaja tenerla allí... Pasaban tantas  cosas pecaminosas en esa casa, se decían tantas obscenidades... Y yo, sin poder evitar verlas y oírlas...

Mrs. Boffin se removió inquieta. Le dolía el  cuello por la tensión. A cada momento esperaba que le  hicieran alguna pregunta, o que mencionaran a su marido.  Aquel asunto de Rose Donne había sembrado incertidumbre y  desconfianza en todo el Campo: los hombres que trabajaban  en las perforaciones, y que regresaban cansados, sucios de  barro y aceite, miraban con suspicacia a sus mujeres,  tibias y suaves, que los esperaban en el confort del hogar,  y las interrogaban sin sutileza, analizando las respuestas  con minuciosidad. Desconfiaban de los que trabajaban en las  oficinas: gerentes, contadores, médicos, oficinistas y  profesores, y que cumplían un horario, o podían desplazarse  con libertad en el área de viviendas mientras ellos estaban  lejos. Siempre había existido una vaga rivalidad, pero  ahora las cosas se planteaban de diferente manera: ¿dónde pasaban sus ocios aquellos dandis perfumados mientras  ellos se reventaban chapoteando en el fango, atormentados por el ruido de las calderas, a pleno sol o en plena noche,  trabajando como brutos?

También los señores de las oficinas recelaban  del encanto que para algunas mujeres podían tener esos  hombres toscos, con sus olores viriles, el aura aventurera  de su forma de ganarse la vida y de su origen en pueblos  del Oeste. Y todos  desconfiaban de los criollos que  trabajaban en el Campo: jóvenes latin lovers de cabellos  asentados con brillantina, piel morena, vestidos de blanco  y bañados en agua de colonia. Los miraban de soslayo en las  reuniones mientras ellos desplegaban sus artes de fascinación, su habilidad para el baile y la exótica blancura  de sus dientes de animales sanos.

Por su parte, tampoco las mujeres confiaban  en sus hombres, ni en las otras mujeres, sobre todo si eran  jóvenes y atractivas. Sólo Mrs. Gasbab lucía absolutamente  segura de su posición. ¿Acaso porque Mr. Gasbab, que era  uno de los gerentes, había perdido para siempre sus apetitos sexuales? ¿O quizá porque ella, Minnie Gasbab, podía  satisfacer todos sus deseos?

-Yo no creo que sucedieran tantas cosas, dijo  Mrs. Clark en aquel momento, pienso que nos estamos dejando  llevar por la fantasía... El hijo de Frony, por ejemplo, es  apenas un muchacho, y muy respetuoso... Por muy loca que  hubiera estado Rose Donne, él hubiera sido lo suficiente  mente juicioso como para...

-¿Defiende usted, Margaret, a un negro y a una perdida italiana...?, sonó con cierto tono gangoso y  glacial, la voz de Mrs. Gasbab. Todas en la mesa se estremecieron. No creo que una dama como usted crea en verdad  lo que dice... A menos que eso haya aprendido en la universidad, leyendo todos esos libros...

Mrs. Clark se apresuró a replegarse,  ruborizada de cólera, pero temerosa.

-Lo siento, no quise decir nada, en realidad  no tengo opinión...

-No se inquiete, querida, comprendemos sus  sentimientos: es usted taaaan jooven, y ha leído tanto...  eso confunde a cualquiera, dijo amablemente Mrs. Gasbab.

En el silencio que siguió se escucharon los  gritos juguetones de los niños, las reconvenciones de las  niñeras en tono apagado, la agitación del agua de la alberca, y el canto de los pájaros. Una luz dorada había llenado  todo el espacio en el ocaso. Mrs. Clark sorbió su té y las  conversaciones volvieron a fluir. Ahora se hablaba de una máscara de belleza hecha a base de avena de hojuelas y  miel: sólo veinte minutos una vez a la semana, y luego una  de clara de huevo durante media hora. Alguien mencionó los  baños de tilo para calmar los nervios, y la charla derivó  hacia medicinas naturales y tejidos de aguja. Al cabo de un  rato, Mrs. Clark se levantó, recogió sus cosas y se despidió amablemente del grupo. Miró a Mrs. Boffin:

-¿Viene, querida...?

Mrs. Boffin, aliviada, recogió también su  sombrero y su sombrilla, y ambas salieron a la tarde que  languidecía. No comentaron nada. Al llegar a la calle,  apresuraron el paso entre la doble fila de casas blancas,  con puertas y ventanas pintadas de verde, protegidas por  telas metálicas, techos de asbesto rojo y jardines  simétricos, separados por cercas de tabloncitos también  blancos. El césped recortado tomaba un color plata, y las  flores de los setos se iban hundiendo en las primeras  sombras de la noche. Cada casa tenía un buzón y un  senderillo de granito que conducía hacia la puerta principal y se bifurcaba hasta la parte trasera, la puerta  de la cocina y el lavandero. Las dos mujeres se despidieron  con un beso gentil, revisaron el buzón, recorrieron el  sendero, abrieron la puerta y fueron encendiendo las luces.

De idénticas alacenas y refrigeradores, comenzaron a sacar  los ingredientes para preparar la cena.

A lo lejos, hacia el sur, se acercaban  velozmente los camiones que traían a los hombres desde los pozos. Se acercaban, levantando el polvo rojo de la sabana.


1 comentario:

  1. Una forma originalísima de hablar de los inicios de la explotación petrolera en Venezuela ¿Alguien lo había hecho antes?...Creo que León Tapia el de Barinas, pero aun así son muy diferentes.
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    Mi hermana! No sabía que tenía este blog. La estoy siguiendo.

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