EL PÁJARO IMPOSIBLE
El deseo por esa figura salvaje y graciosa me acompaña siempre: o por lo menos revive
cuando el amor o lo inesperado, me invitan
José
Balza: LA SOMBRA DE ORO
Todo comienza con los esplendores de un adjetivo hallado en
el relato de un niño que desea seducir un pájaro. Desde el fondo de la luz, me
voy sumergiendo en el sueño. En el
cuaderno están guardadas las hojas del árbol de oro y la fotografía que capta a
un hombre y una mujer posando juntos, sonrientes, recortados contra un fondo
oscuro. A su derecha, un espejo refleja la otra cara del día.
Las hojas del árbol y la foto me devuelven a las zonas
mágicas por donde transitamos aquellos días. Siempre próximos. Comiendo juntos.
Adivinándonos el destino en los signos de la baraja, o en las palabras del
horóscopo. Revelándonos gustos y recuerdos. Recibiendo el asombro de los otros.
A ratos, cada quien volaba hacia sus particulares espesuras, para resguardar
los misterios. Es agosto. La claridad de este domingo, silencioso y
solemne, me trae visiones de muerte. Las
letras se destacan sobre la pantalla. Corren. Se agrupan a un leve golpe de
teclas.
La habitación del hotel tiene ventanales cubiertos por
persianas amarillas. Toda la luz está apenumbrada hacia tonos nostálgicos. Hay
cierta cualidad de lo clandestino en el aire. Alfombras y tapizados marrones.
Cubrecamas verdeoscuro. Lámparas que jamás iluminan directamente. En
habitaciones paralelas, dos seres construyen su versión de los hechos: las
adaptaciones de sus biografías. El lee una carta escrita a mano, en papel
bond 16 con membrete de oficina pública.
La letra es firme y a veces desordenada por el arrebato. Ella intenta leer un
libro, adormecida por la música que brota de un pequeño artefacto: se
reproducen temas de famosas películas de amor. Lee, deslumbrándose por la
elegancia del lenguaje del escritor, por su breve eficacia. Piensa también en
un gran tablero de ajedrez: en una partida muy larga que es a veces
un ejercicio literario. Piensa en la lentitud de las jugadas, en su
carácter ambiguo, en ese silencio mortal que envuelve el bosque lleno de
trampas donde se mueven las piezas. Quizá escribió una carta ese mediodía. De
cualquier manera, sólo son ficciones.
Movimientos que la pueden volver o no invisible. De pronto, alguien toca
la puerta. El sonido es apagado por el rumor de los acondicionadores de aire.
Sin embargo, ella lo escucha y se levanta. Abre sin preguntar, porque adivina.
Después de la cena copiosa, fueron los tragos en el bar de
los boleros. Nunca tuvieron la necesidad de sentarse juntos para ir
construyendo la atmósfera de los encuentros. Tampoco pronunciaron palabras que
fueran más allá de las estrictas trivialidades sociales. Con lo vivido. Con la
carta que ella le entregara al mediodía, todo estaba dicho. Esa noche se
despidieron en el pasillo, deseándose descanso. Ni promesas, ni seducciones
contenidas. Ahora, él atraviesa el espacio entre sus puertas enfrentadas. Y
ella abre, recién bañada, cubierta por una doméstica franela ancha, azul y un
poco desteñida. No lo esperaba, pero tampoco se sorprende. Es el riesgo de lo
inextinguible. El entra. La mira. Tampoco ahora se dicen palabras. Ambos saben
que todo lo que ocurra ya habrá sido minuciosamente
deseado. El abrazo es espontáneo, fuerte, por un momento, casi fraternal.
Después, los labios se buscan febrilmente. Se funden los jugos de las lenguas
encendidas. Los espejos rectangulares
repiten sus imágenes. En la penumbra de la habitación, iluminada por la
lámpara de cabecera, sólo se destaca la cama, con el cubrecama corrido sobre la
sábana blanca. En los espejos están los dos cuerpos: él la empuja contra la
pared. Sus manos pequeñas y sensibles, han
levantado el borde inferior de la tela y tocan con delicadeza los senos,
detallan los pezones, mientras los besos se intercambian con lenta ferocidad.
Ella le acaricia los cabellos recortados en la nuca, en las sienes, toca los
lóbulos de sus orejas, desliza las manos por sus hombros y su espalda. Hay un
aire salvaje y paradisíaco en medio de la milimétrica precisión de ese hotel
civilizado. El recorre su cuerpo, tantea sus formas. Ella abre la camisa.
Muerde la piel, respirando ansiosa el olor. Aspira el aire con cierta
desesperación. A ratos se curva, estremecida. Él la acaricia por encima de la
pantaleta de suave textura, provocándole escalofríos y gemidos. Ella corre los
dedos por el borde del cinturón hasta encontrar el cierre. Él la ayuda a
despojarse de la franela, de la pantaleta, contempla su sólida desnudez. Pasa
las manos abiertas por la rotundidad de las caderas, por la estrechez de la
cintura, lame los pezones exaltados. Ambos parecen estar envueltos en azules
chispas siderales cuando caen en la cama. Tiemblan descubriéndose en olores y
sabores. Se desvanecen entre las sábanas. Prueban el vacío. Se sienten, piel
contra piel. Se convierten en electricidad pura: reflejos de un arco voltaico.
El deseo es simple, coherente, concreto.
Entonces abro los ojos, y la música acabó hace rato. En el
silencio, trato de captar los sonidos de la noche. Un coro de grillos después
de la lluvia. El aire acondicionado está demasiado frío y me cobijo. Recuerdo
el sueño, lo voy recuperando lentamente. Todavía una nota apasionada vibra
brutalmente dentro de mí. También recupero el relato que leía: el pájaro de la
selva en manos del niño, el pájaro imposible que el niño cautivara entre las
ramas del árbol de oro: lo había deseado tanto que pensó que la fuerza de su
deseo tendría el poder necesario para retenerlo. Prefirió no tocarlo. Poseerlo
con la sola abstracción del pensamiento. Saberlo suyo sin tener el derecho de
los sentidos, ni de la razón. Lo dejó intacto. No cortó sus alas. No alteró su
plumaje. No lo sometió a la jaula. Sólo contaba la felicidad que compartían
niño y pájaro, y que venía del reflejo perfecto de ambos en el prisma. Todo
error, toda carencia, quedaban soslayados, porque era imposible permitir que
una secuencia infame rompiera la maravilla del ejercicio. Desde el centro de la
madrugada, llega el día certero. Las emociones del sueño y el texto se han ido
desvaneciendo. Una extraña felicidad madura en mí. Me siento como si fuera
navegando en una barca tibia y dorada, una barca de oro, sólo yo entre el sol y
el río.
Y ahora, cuando he regresado a mi casa, se van difuminando
las imágenes del hotel, la fingida carta y el sueño. Reviso el calendario
para comprobar que esos días
transcurrieron, porque parecen diluirse en una materia onírica. Aquí las luces
son blancas, crudas: dibujan con específica realidad todas las cosas. Los
ventanales son amplios. Las cortinas, claras. No hay resquicios para lo
ambiguo. Todo lo demás parece fantasía. Pero la foto en el cuaderno, las hojas
del árbol de oro, la memoria del reverberante color metálico del río, y hasta
la certeza de la barca dorada, me aseguran el paso del tiempo.
Escribo, voy creando un mundo: su atmósfera. Voy inventando
los sentimientos, las pasiones, los deseos. Las letras doradas se reúnen en la
pantalla, forman palabras. Materia prima. Realidad implícita del texto. Ignoro
el vínculo entre lo vivido y lo escrito. Por un instante, que es para siempre
inaprehensible, yo soy el niño que poseyó el pájaro, soy el pájaro, soy la mujer que escribió la carta, el hombre
que la leía, soy la que soñó, lo soñado y los protagonistas del sueño: soy
aquella que recuerda y es recordada, y la que escribe este domingo, en medio de
la mañana solar de agosto, cuando la muerte se anuncia, justo para que la
muerte no venga.
(Dedicado a Luis Guillermo Franquiz)
LA ELECCIÓN
Así será en la venida del Hijo del hombre. Estarán dos hombres en el campo: uno será llevado y el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo: una será llevada y la otra será dejada.
(Mateo 24: 40-41)
I.
Voy afrontando el espeso viento cargado de polvo. Sus ráfagas veloces y violentas. Viento seco y caliente que levanta oleadas de polvo rojo. El calor lo vuelve casi sólido. Golpea con fuerza, empuja y hasta hiere. Soy apenas una mujer de 60 kilos que lleva un morral atado a la espalda. No soy ni sólida, ni inmortal. Pero voy en busca de mi Pastor, al que amo, y el Amor es más fuerte que cualquier tempestad, cualquier ventarrón: hasta que la muerte.
Años ha, me acusaron de haber acosado la virtud de este Pastor con mensajes de amor. Me acusó la esposa del Pastor. Me acusaron sus hijas. Y mujeres de la congregación conformaron un coro acusador. Entre todas se encargaron de expulsarme y de lapidarme moralmente. Como Furias desatadas, como Erinias castigando los presuntos ultrajes: Megera, la de los celos, sobre todo. La verdad fue que el Pastor había comenzado a enviarme mensajes más o menos sugerentes, sesgando las Escrituras. Era un hombre sensible e inteligente, melancólico y solitario, una especie de poeta silvestre que había encontrado en mí interlocución y amistad. Y yo, una mujer educada, refinada y que se preciaba de ser racional, pero que tal vez se había apartado demasiado de las delicias del genuino y espontáneo amor. No creo que haya habido maldad, ni mala intención, en los actos y los gestos de aquellos días: fue simplemente dejarnos llevar por un idilio que era hermoso, que enriquecía la vida y parecía inocuo. Así, me fui enamorando del Pastor y lo fui amando tal como el Apóstol escribiera en I Corintios: 13, y tal como Juan dijo que el Señor amaba a sus amigos. La verdad fue que los dos fuimos culpables (o inocentes, pues jamás fuimos más allá de la contemplación desde las rejas de un Paraíso que siempre supimos imposible) La verdad fue que él, ante el escándalo, dejó que me culparan y me llenaran de deshonor. Y yo callé las circunstancias, acepté todas las culpas, renuncié a toda posible salvación si me justificaba, porque al amarlo y considerarlo mi amigo, preferí que siempre fuera para otros obrero aprobado. Porque lo que yo perdiera era incomparablemente menor que lo que él pudiera perder. Sufrí por meses el exilio, el desprecio y la soledad. Y él nunca más se me acercó, quizás por presiones eclesiales o familiares, quizás porque temía debilitarse en mi presencia y rendir su virtud, aunque estoy segura de que yo no hubiera rendido la mía: amo mi cuerpo y su sensualidad y en mi alma batallan siempre los placeres de ese cuerpo y el espíritu que los devora. Pero amo más mi alma como para permitir que se pierda. El tiempo, ese ungüento, sanó las heridas y me dio paz. Ciertamente, aún hay cicatrices que a veces se irritan. Sin embargo, mi amor y mi amistad resistieron toda hostilidad y agresión y subsistieron como subsisten los cactus en el desierto.
II.
Desde hace días no se escuchan niños, ni perros, ni gatos, ni aves de corral, ni pájaros. Dicen que las hijas de la hermana Angie ya no están, pero ella sí. Dicen que toda la familia de la hermana Janett se fue: hasta Victorino, su gato. Tiene que haber una lógica en esta forma de selección, pero sólo Dios la conoce. Dudar en este momento no nos es lícito, ni conveniente. Solamente hay que esperar, aunque sea difícil. Porque las desapariciones se siguen produciendo. Desde hace quince días, sopla este viento caliente que viene del Este. No hay electricidad, ni teléfonos, ni INTERNET, ni redes sociales, así que poco sabemos. Un vecino que tiene un receptor de batería y se comunica con otros sus iguales, nos habla de terremotos e incendios desde el Cabo de Hornos hasta el Yukón, desde Beijing a Nueva York, desde Tokio hasta Mumbai y desde Jerusalén hasta Damasco. Al principio y que hubo saqueos y fue necesario dispersar las muchedumbres con chorros de agua, perdigones de plástico y hasta balas. Ya no. Hay demasiado miedo. Los ricos y los poderosos intentan inútilmente comprar pasajes hasta su salvación. Algunos han sido asesinados y descuartizados. Hasta los ateos se vuelven a Dios y los testigos apocalípticos se levantan en las plazas para recordar que el Señor ya viene, que el Cordero está abriendo los sellos.
Primero fue el enrojecimiento de la luna llena y el halo circundante de arcoíris que la rodeó en la noche del equinoccio de otoño, seguido del primer temblor. La tierra rugió desde su entraña durante casi cuatro minutos y se estremeció mientras todo caía: platos, vasos, adornos, libros, lámparas, cornisas, trozos del techo, ramas de árboles, árboles incluso, paredes enteras, casas. Salimos despavoridos a los patios y las calzadas. Dicen que la décima parte de las ciudades del mundo fue devastada. Luego, cuando el cielo ya estaba cubierto con los astros de la noche, se enrolló de repente como si fuera un trozo de pergamino: todo se volvió negro y comenzó el segundo temblor, el que hizo agrietar la tierra en fisuras que se abrían y cerraban como fauces de alguna trampa, llevándose a algunos que, gritando de terror, no sabían cuán afortunados eran. Después, los temblores se han vuelto consuetudinarios y con ellos los incendios, las inundaciones, las catástrofes. Todo esto ya había sido profetizado. Durante años lo venían anunciando, aunque sin decir ni día, ni hora, porque eso sólo el Señor lo sabía, pues él llegaría como ladrón en la noche. Yo recogía de mi huerto todos los frutos que podía y buscaba cómo conservarlos. Asimismo, almacenaba leña, yesca, agua, aceite y harina en abundancia, como había sido dicho. Pero igual siento que me agarró desprevenida.
De mis vecinos más cercanos, sólo ha desaparecido el señor Tereso, un anciano que todos los días pasaba por mi casa al amanecer rumbo a su iglesia, para la intercesión matutina. Todos los demás esperamos, agobiados por el viento rojo, la decisión que nos lleve, o nos deje. Uno puede creer que sabe lo que merece, pero en verdad, sólo Dios sabe lo que hay en nuestra particular historia y nuestros corazones. Por ejemplo, en el caso de mi Pastor, quien pagó con marchiteces progresivas su pusilanimidad y su abandono. Me dijeron que mucho tiempo estuvo naufragando en llanto y locura. Que en sus delirios llegó a decir que es mi rostro el del Ángel que sonará la trompeta. O el de aquel otro que revisará el Libro de la Vida. En el segundo terremoto, su esposa y una de sus hijas, que lo habían dejado hacía tiempo, hartas, según, de sus depresiones y súbitas cóleras, fueron arrastradas a la grieta, que se cerró abruptamente sobre ellas. Me dijeron que ahora su casa es puro escombro y ceniza, que está desamparado y debe estar asustado, pienso. Así que decidí ir a buscarlo. Le llevaré agua y bastimentos. Consolaré su llanto porque en medio de toda la turbulencia que nos separó, eternamente lo he asumido como un amigo. Y a los amigos no se les deja tirados, ni se les reprochan transgresiones.
Voy, entonces, atravesando los patios, aferrándome a las cercas y los muros. Hay casas con gente desenfrenada y ebria, con habitantes que quieren olvidar que hay Alguien que está cerrando un Libro y tendrán que rendir cuentas. Se sabe que los que se queden sufrirán circunstancias terribles, de enorme sufrimiento, y quizás algún día alcanzarán misericordia. Pero habrá quien sea lanzado al lago de fuego y azufre. Cada quien según su obra. Hay casas abandonadas porque sus habitantes andan fugitivos, o porque fueron ya arrebatados. Hay otras donde cantan y oran al Señor, en alabanza y adoración. Falta, falta, falta, pienso. Aún no se ha saciado Su Cólera, ni se ha roto aún el Sexto Sello. Aún no se han levantado los muertos. El viento podría derribarme, pues soy apenas una mujer débil y ya vieja con un fardo atado a la espalda. Voy con mis pasos contados hacia el que no me espera. Me agarro al camino, no dejo que me derribe el vendaval y sé que ni un alma me acompaña o me auxilia.
III.
Llegó el Ángel atravesando mi huerto. Llegó a buscarme. Llegó bajo el arco del limonar que sembré y amorosamente he cuidado por años. El Ángel lleva vestiduras resplandecientes. Porta una lámpara, y el polvo se aparta a su paso como el mar ante el paso de un gran barco. Porta espada también y polainas de jinete. Tras él, invisible, piafa su corcel. Me dijo el Ángel: -Ven, que ya es tu hora, mas le pedí siete horas terrenas de plazo para buscar a mi Pastor y él se negó. Le pedí entonces la mitad de ese plazo y se negó. Le pedí la cuarta parte, que son 105 minutos, y él vaciló y finalmente aceptó, advirtiéndome que quizás mi Pastor no pueda ser llevado, a causa de sus injusticias pasadas, donde no fue frío ni caliente, sino tibio, y que mi viaje, aunque misericordioso, será inútil. También me advirtió sobre los demonios en fuga que van en el torbellino. Y, finalmente, me advirtió que si no estuviera lista en el minuto 106, correría el riesgo de ya no ser llevada. O de ser arrastrada en la venganza de los demonios fugitivos. Aun así, me expongo.
(¿Cómo explicarle a un Ángel, ser tan implacablemente lógico, lo que es el Amor, ése que todo lo acepta, todo lo perdona, todo lo soporta, todo lo espera, todo lo vence? Ya lo dijo el Apóstol: aunque yo hablara lengua de ángeles, sin Amor sería como un platillo de metal resonante. Durante años, he llevado a mi Pastor como un sello sobre el corazón, lo he llevado como una marca sobre mi brazo. Durante años de soledad y silencio autoimpuesto he admitido que el Amor es fuerte como la Muerte e interminable su llama. Durante años he aprendido que ni los vientos pueden apagarlo, ni las aguas tormentosas extinguirlo.)
IV.
Lo encuentro sentado en una silla de extensión desvencijada en el cobertizo de su casa en escombros. Ya hay oscuridad y no hay hoguera, ni lámpara. Me mira como si yo fuera alucinación y se levanta y camina hacia mí, vacilante al principio y luego raudo como camina un niño perdido hacia su encontrada madre. Nos abrazamos y él oculta su rostro lloroso en mi cuello, moja mi hombro con su llanto, mientras sus manos me sujetan y yo lo retengo en el abrazo. Miro el reloj furtivamente y ya han transcurrido 42 minutos de los concedidos (me pregunto si el Ángel vendrá a buscarme o deberé regresar a mi huerto) Trato de soltarme para darle de beber y de comer y consolarlo, pero ahora él está buscando mi boca con la suya para dar el beso que jamás nos dimos. Gime no, no, no te me niegues, cuando siente la resistencia de mi cuerpo, y no, por piedad no me negaré a su urgencia y su desamparo. Los besos son insistentes ahora, hurgantes las lenguas y se van encendiendo los incendios de los cuerpos, y sé que el tiempo va transcurriendo entre los efluvios de aquellas pasiones que se encuentran, largamente represadas y ahora sueltas entre los despojos de su casa. Me empuja contra una pared agrietada y busca bajo mi blusa el seno ajado, pero que reacciona a sus manos. Acaricio su espalda bajo la camisa. Él introduce una pierna entre las mías y ya tiemblo ante el hervor del orgasmo. Nos despojamos de las ropas tajantemente. Descendemos abrazados, sudorosos, hasta el piso, mientras el polvo rojo nos impregna y ya parecemos seres de barro: hombre y mujer primordiales. Sin dejar el prolongado beso, penetramos en las humedades de la vida, estremecidos, olvidando las catástrofes de allá afuera. Él embiste y yo recibo todo su ardor y sus sagrados jugos, arqueándome y quebrantándome hasta que los ansiados bríos nos invaden en estremecimientos. Hay tanta fuerza en aquel acto tan largamente postergado que su final nos desmaya: su brazo izquierdo yace bajo mi nuca, su mano derecha sobre mi seno izquierdo y mi corazón. Miró el reloj y sólo han sido 17 minutos más. Y el viento ululante sopla. Y todo es caliente y rojo. No quiero deshacerme de este abrazo. En su adormecimiento, él rezonga y musita palabras incoherentes, mezcla oraciones de dar gracias y mi nombre, pero suplica también y solloza. Veo los surcos de su llanto en la cara llena de polvo. Y lo abrazo a mi vez, repleta de conmiseración. Allí reposa. O ambos reposamos de una larga travesía de espantosos desencuentros. Porque ahora veo que no solamente yo los he sufrido. Y me siento abrumada por la certeza de ser correspondida, aún en este instante, en el borde de la muerte y la condena.
V.
Viene el Ángel: siento el paso de su corcel en el estremecimiento del aire. Llega montado y aquel caballo es blanco con las crines de un rojo más bien púrpura. A su alrededor, el viento se aplaca. Lo miro desde el suelo de la entrega, bajo el cuerpo que ya me posee. Nada dice, mas comprende (hasta donde puede comprender un ángel) y ahora desenvaina la espada, que refulge. Quizás él piensa que la muerte para nosotros dos es más misericordiosa que vivir la vida de amarguras que inexorablemente nos espera. Él sabe que jamás abandonaré a este amigo, este amado, mi Pastor. Que por segunda vez renunciaré a mi salvación para salvarlo. Con el canto de la espada toca al Pastor que duerme agitado y no se despierta mientras dice: porque esta vez has sido caliente y no tibio no te vomitaremos de la boca. Una huella ocre y rugosa brota en su espalda. Y con la punta de la espada me toca y me dice: ya que escogiste la tribulación, con este hombre conducirás una porción del remanente, porque siempre hay un remanente, en los abruptos días que vendrán: él predicará, tú, suplirás lo necesario, porque ése es siempre tu designio. Aún no se han cumplido los minutos del plazo y ahora dudo de si fue sueño o fue visión la visita del Ángel. O jugarreta de la conciencia. Mi Pastor se estremece una vez más y me aprieta en su abrazo. Y ya elegí.
EL VERANO
(Dedicado a Néstor Rojas)
La Orquesta se prepara sobre la tarima. Los músicos afinan los
instrumentos y el director, embutido dentro de un traje que a todas luces le
queda ajustado, mueve los brazos nerviosamente. Hay dos torres de sonido,
negras y sólidas, colocadas a izquierda y derecha del escenario, enfocando
hacia el sitio del público. Hay grandes multilámparas que alumbran la tarima y
la multitud abigarrada a su alrededor, aunque aún es esa hora en que la tarde
no se decide por el ocaso y queda una gran burbuja de luz acumulada, justo
sobre el rojizo horizonte que en el oeste va anunciando el final del día.
Enrique y yo llegamos hace rato, repartiendo saludos y casi enseguida nos
encontramos con la gente de la pandilla, del clan, del grupo, como se llame, e
inmediatamente me sentí protegida mientras Enrique seguía circulando, saludando
aquí y allá, cambiando comentarios jocosos, críticas ácidas: todo. Enrique está
siempre tan activo y es tan popular que a veces me siento atemorizada, no
siento que lo acompaño porque yo soy del tipo más bien retraído, más bien
asustadizo, más bien poquita cosa. Pero en medio de este grupo no tanto. Con
ellos puedo sonreír, bromear. Hay esa hermandad de almuerzos y cenas familiares
compartidas. Hay esa viscosidad que dan algunos trasnochos cómplices, cervezas
demás y música, pero todo muy dentro de lo aceptado, claro. Convencional. No
puedo decir cómo lo sé, pero sé que él se acerca. Felinamente. Cautelosamente.
Saluda, como siempre. Muy serio, muy respetable. Su sonrisa es brevísima.
Relámpago. Pero deja ver una dentadura perfecta, los ojos verdosos se le
iluminan con un resplandor ingenuo. Toda su cara se suaviza con los aires de
una niñez perdida hace ya mucho, pero presente de alguna manera en algún lugar.
Se coloca exactamente a mi espalda, separado por una brecha de diez, doce
centímetros, que poco a poco se va llenando de calor. Él permanece en ese
sitio, participa de las conversaciones, ríe. Yo me muevo, me agito, camino,
pero algo como una fuerza de atracción me impide alejarme demasiado de la incandescencia
que emana de su cuerpo. El concierto comienza de súbito. La Primavera de Vivaldi, previsible, popular, se expande por el
aire, entre el gozo de la multitud. La Orquesta comete algunos errores, que de
todos modos pasarán inadvertidos para toda esta gente que vino al acto para
distraer su ocio, reunirse con las amistades o flirtear. La luz de la tarde ha
ido apagándose y ahora sopla una brisa suave y fresca de junio. La brisa
provoca una lluvia de pequeñas flores que caen sobre nosotros, nevada de flores
blanquísimas, levísimamente perfumadas. Siento cómo él comienza a quitarme las
flores del pelo y de los hombros con paciencia (¿con sensualidad?) Siento la
delicadeza de sus dedos. Ninguno de los dos hace algún signo, algún gesto que
delate el delicado vínculo establecido. La
Primavera finaliza, y cuando se inicia El
Verano, una calidez se va asentando en mis pezones, va abriendo mis
sentidos como si se tratara de una flor de medianoche: pétalo a pétalo, con un
minucioso deslizamiento que crea una red de mucosidades luminosas, sensitivas:
cada roce repercute, se vuelve escalofrío: mis senos se yerguen, los siento
abombarse, la piel friccionándose con la tela del sostén, los pezones como
ardiendo. Abajo, mis humedades se expanden y siento cómo un augurio de orgasmos.
Un calambre quizá doloroso que se eleva vientre arriba. Un leve temblor que va
ascendiendo desde mis rodillas, va como hilo conductor de electricidad por cada
uno de mis muslos, lo siento abdomen tórax arriba, se aposenta en mis axilas,
me humedece los ojos, me reseca la boca. Él es más alto que yo, mi nuca quizá
llegue hasta su pecho, pero no dejo de sentir en el cuello lo caliente de su respiración,
la calculada lentitud que ahora hay en sus dedos que siguen retirando
florecillas al azar de mis cabellos o mi blusa. El encanto de Vivaldi es excusa
para que no hablemos. Estamos quietos, atrapados entre El Verano y la pasión que se inserta, incandescente, en la noche
que ahora es plena y es luna de creciente y es de estrellas y es cálida y es el
ansia incontrolada de volverme y abrazarlo y correr a buscar un lecho de
alquiler y saciar esta hambre y esta sed. Y tal vez no, tal vez imagine todo
eso y es mentira y lo de las flores es sólo un accidente, una cortesía. Enrique
regresa, cansado ya de su trajín social, y me abraza y me propone irnos y
entonces nos despedimos de la pandilla, muy de buenos amigos, todos nos
estrechamos las manos, intercambiamos besos en las mejillas, hasta mañanas sin
malicia, mientras allá, en la tarima, desde la Orquesta, El Verano va llegando a su fin.
EN BUSCA DE LA ROSA INVISIBLE DEL PARAÍSO
EL PÁJARO IMPOSIBLE
El deseo por esa figura salvaje y graciosa me acompaña siempre: o por lo menos revive
cuando el amor o lo inesperado, me invitan
José
Balza: LA SOMBRA DE ORO
Todo comienza con los esplendores de un adjetivo hallado en
el relato de un niño que desea seducir un pájaro. Desde el fondo de la luz, me
voy sumergiendo en el sueño. En el
cuaderno están guardadas las hojas del árbol de oro y la fotografía que capta a
un hombre y una mujer posando juntos, sonrientes, recortados contra un fondo
oscuro. A su derecha, un espejo refleja la otra cara del día.
Las hojas del árbol y la foto me devuelven a las zonas
mágicas por donde transitamos aquellos días. Siempre próximos. Comiendo juntos.
Adivinándonos el destino en los signos de la baraja, o en las palabras del
horóscopo. Revelándonos gustos y recuerdos. Recibiendo el asombro de los otros.
A ratos, cada quien volaba hacia sus particulares espesuras, para resguardar
los misterios. Es agosto. La claridad de este domingo, silencioso y
solemne, me trae visiones de muerte. Las
letras se destacan sobre la pantalla. Corren. Se agrupan a un leve golpe de
teclas.
La habitación del hotel tiene ventanales cubiertos por
persianas amarillas. Toda la luz está apenumbrada hacia tonos nostálgicos. Hay
cierta cualidad de lo clandestino en el aire. Alfombras y tapizados marrones.
Cubrecamas verdeoscuro. Lámparas que jamás iluminan directamente. En
habitaciones paralelas, dos seres construyen su versión de los hechos: las
adaptaciones de sus biografías. El lee una carta escrita a mano, en papel
bond 16 con membrete de oficina pública.
La letra es firme y a veces desordenada por el arrebato. Ella intenta leer un
libro, adormecida por la música que brota de un pequeño artefacto: se
reproducen temas de famosas películas de amor. Lee, deslumbrándose por la
elegancia del lenguaje del escritor, por su breve eficacia. Piensa también en
un gran tablero de ajedrez: en una partida muy larga que es a veces
un ejercicio literario. Piensa en la lentitud de las jugadas, en su
carácter ambiguo, en ese silencio mortal que envuelve el bosque lleno de
trampas donde se mueven las piezas. Quizá escribió una carta ese mediodía. De
cualquier manera, sólo son ficciones.
Movimientos que la pueden volver o no invisible. De pronto, alguien toca
la puerta. El sonido es apagado por el rumor de los acondicionadores de aire.
Sin embargo, ella lo escucha y se levanta. Abre sin preguntar, porque adivina.
Después de la cena copiosa, fueron los tragos en el bar de
los boleros. Nunca tuvieron la necesidad de sentarse juntos para ir
construyendo la atmósfera de los encuentros. Tampoco pronunciaron palabras que
fueran más allá de las estrictas trivialidades sociales. Con lo vivido. Con la
carta que ella le entregara al mediodía, todo estaba dicho. Esa noche se
despidieron en el pasillo, deseándose descanso. Ni promesas, ni seducciones
contenidas. Ahora, él atraviesa el espacio entre sus puertas enfrentadas. Y
ella abre, recién bañada, cubierta por una doméstica franela ancha, azul y un
poco desteñida. No lo esperaba, pero tampoco se sorprende. Es el riesgo de lo
inextinguible. El entra. La mira. Tampoco ahora se dicen palabras. Ambos saben
que todo lo que ocurra ya habrá sido minuciosamente
deseado. El abrazo es espontáneo, fuerte, por un momento, casi fraternal.
Después, los labios se buscan febrilmente. Se funden los jugos de las lenguas
encendidas. Los espejos rectangulares
repiten sus imágenes. En la penumbra de la habitación, iluminada por la
lámpara de cabecera, sólo se destaca la cama, con el cubrecama corrido sobre la
sábana blanca. En los espejos están los dos cuerpos: él la empuja contra la
pared. Sus manos pequeñas y sensibles, han
levantado el borde inferior de la tela y tocan con delicadeza los senos,
detallan los pezones, mientras los besos se intercambian con lenta ferocidad.
Ella le acaricia los cabellos recortados en la nuca, en las sienes, toca los
lóbulos de sus orejas, desliza las manos por sus hombros y su espalda. Hay un
aire salvaje y paradisíaco en medio de la milimétrica precisión de ese hotel
civilizado. El recorre su cuerpo, tantea sus formas. Ella abre la camisa.
Muerde la piel, respirando ansiosa el olor. Aspira el aire con cierta
desesperación. A ratos se curva, estremecida. Él la acaricia por encima de la
pantaleta de suave textura, provocándole escalofríos y gemidos. Ella corre los
dedos por el borde del cinturón hasta encontrar el cierre. Él la ayuda a
despojarse de la franela, de la pantaleta, contempla su sólida desnudez. Pasa
las manos abiertas por la rotundidad de las caderas, por la estrechez de la
cintura, lame los pezones exaltados. Ambos parecen estar envueltos en azules
chispas siderales cuando caen en la cama. Tiemblan descubriéndose en olores y
sabores. Se desvanecen entre las sábanas. Prueban el vacío. Se sienten, piel
contra piel. Se convierten en electricidad pura: reflejos de un arco voltaico.
El deseo es simple, coherente, concreto.
Entonces abro los ojos, y la música acabó hace rato. En el
silencio, trato de captar los sonidos de la noche. Un coro de grillos después
de la lluvia. El aire acondicionado está demasiado frío y me cobijo. Recuerdo
el sueño, lo voy recuperando lentamente. Todavía una nota apasionada vibra
brutalmente dentro de mí. También recupero el relato que leía: el pájaro de la
selva en manos del niño, el pájaro imposible que el niño cautivara entre las
ramas del árbol de oro: lo había deseado tanto que pensó que la fuerza de su
deseo tendría el poder necesario para retenerlo. Prefirió no tocarlo. Poseerlo
con la sola abstracción del pensamiento. Saberlo suyo sin tener el derecho de
los sentidos, ni de la razón. Lo dejó intacto. No cortó sus alas. No alteró su
plumaje. No lo sometió a la jaula. Sólo contaba la felicidad que compartían
niño y pájaro, y que venía del reflejo perfecto de ambos en el prisma. Todo
error, toda carencia, quedaban soslayados, porque era imposible permitir que
una secuencia infame rompiera la maravilla del ejercicio. Desde el centro de la
madrugada, llega el día certero. Las emociones del sueño y el texto se han ido
desvaneciendo. Una extraña felicidad madura en mí. Me siento como si fuera
navegando en una barca tibia y dorada, una barca de oro, sólo yo entre el sol y
el río.
Y ahora, cuando he regresado a mi casa, se van difuminando
las imágenes del hotel, la fingida carta y el sueño. Reviso el calendario
para comprobar que esos días
transcurrieron, porque parecen diluirse en una materia onírica. Aquí las luces
son blancas, crudas: dibujan con específica realidad todas las cosas. Los
ventanales son amplios. Las cortinas, claras. No hay resquicios para lo
ambiguo. Todo lo demás parece fantasía. Pero la foto en el cuaderno, las hojas
del árbol de oro, la memoria del reverberante color metálico del río, y hasta
la certeza de la barca dorada, me aseguran el paso del tiempo.
Escribo, voy creando un mundo: su atmósfera. Voy inventando
los sentimientos, las pasiones, los deseos. Las letras doradas se reúnen en la
pantalla, forman palabras. Materia prima. Realidad implícita del texto. Ignoro
el vínculo entre lo vivido y lo escrito. Por un instante, que es para siempre
inaprehensible, yo soy el niño que poseyó el pájaro, soy el pájaro, soy la mujer que escribió la carta, el hombre
que la leía, soy la que soñó, lo soñado y los protagonistas del sueño: soy
aquella que recuerda y es recordada, y la que escribe este domingo, en medio de
la mañana solar de agosto, cuando la muerte se anuncia, justo para que la
muerte no venga.
(Dedicado a Luis Guillermo Franquiz)
LA ELECCIÓN
Así será en la venida del Hijo del hombre. Estarán dos hombres en el campo: uno será llevado y el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo: una será llevada y la otra será dejada.
(Mateo 24: 40-41)
I.
Voy afrontando el espeso viento cargado de polvo. Sus ráfagas veloces y violentas. Viento seco y caliente que levanta oleadas de polvo rojo. El calor lo vuelve casi sólido. Golpea con fuerza, empuja y hasta hiere. Soy apenas una mujer de 60 kilos que lleva un morral atado a la espalda. No soy ni sólida, ni inmortal. Pero voy en busca de mi Pastor, al que amo, y el Amor es más fuerte que cualquier tempestad, cualquier ventarrón: hasta que la muerte.
Años ha, me acusaron de haber acosado la virtud de este Pastor con mensajes de amor. Me acusó la esposa del Pastor. Me acusaron sus hijas. Y mujeres de la congregación conformaron un coro acusador. Entre todas se encargaron de expulsarme y de lapidarme moralmente. Como Furias desatadas, como Erinias castigando los presuntos ultrajes: Megera, la de los celos, sobre todo. La verdad fue que el Pastor había comenzado a enviarme mensajes más o menos sugerentes, sesgando las Escrituras. Era un hombre sensible e inteligente, melancólico y solitario, una especie de poeta silvestre que había encontrado en mí interlocución y amistad. Y yo, una mujer educada, refinada y que se preciaba de ser racional, pero que tal vez se había apartado demasiado de las delicias del genuino y espontáneo amor. No creo que haya habido maldad, ni mala intención, en los actos y los gestos de aquellos días: fue simplemente dejarnos llevar por un idilio que era hermoso, que enriquecía la vida y parecía inocuo. Así, me fui enamorando del Pastor y lo fui amando tal como el Apóstol escribiera en I Corintios: 13, y tal como Juan dijo que el Señor amaba a sus amigos. La verdad fue que los dos fuimos culpables (o inocentes, pues jamás fuimos más allá de la contemplación desde las rejas de un Paraíso que siempre supimos imposible) La verdad fue que él, ante el escándalo, dejó que me culparan y me llenaran de deshonor. Y yo callé las circunstancias, acepté todas las culpas, renuncié a toda posible salvación si me justificaba, porque al amarlo y considerarlo mi amigo, preferí que siempre fuera para otros obrero aprobado. Porque lo que yo perdiera era incomparablemente menor que lo que él pudiera perder. Sufrí por meses el exilio, el desprecio y la soledad. Y él nunca más se me acercó, quizás por presiones eclesiales o familiares, quizás porque temía debilitarse en mi presencia y rendir su virtud, aunque estoy segura de que yo no hubiera rendido la mía: amo mi cuerpo y su sensualidad y en mi alma batallan siempre los placeres de ese cuerpo y el espíritu que los devora. Pero amo más mi alma como para permitir que se pierda. El tiempo, ese ungüento, sanó las heridas y me dio paz. Ciertamente, aún hay cicatrices que a veces se irritan. Sin embargo, mi amor y mi amistad resistieron toda hostilidad y agresión y subsistieron como subsisten los cactus en el desierto.
II.
Desde hace días no se escuchan niños, ni perros, ni gatos, ni aves de corral, ni pájaros. Dicen que las hijas de la hermana Angie ya no están, pero ella sí. Dicen que toda la familia de la hermana Janett se fue: hasta Victorino, su gato. Tiene que haber una lógica en esta forma de selección, pero sólo Dios la conoce. Dudar en este momento no nos es lícito, ni conveniente. Solamente hay que esperar, aunque sea difícil. Porque las desapariciones se siguen produciendo. Desde hace quince días, sopla este viento caliente que viene del Este. No hay electricidad, ni teléfonos, ni INTERNET, ni redes sociales, así que poco sabemos. Un vecino que tiene un receptor de batería y se comunica con otros sus iguales, nos habla de terremotos e incendios desde el Cabo de Hornos hasta el Yukón, desde Beijing a Nueva York, desde Tokio hasta Mumbai y desde Jerusalén hasta Damasco. Al principio y que hubo saqueos y fue necesario dispersar las muchedumbres con chorros de agua, perdigones de plástico y hasta balas. Ya no. Hay demasiado miedo. Los ricos y los poderosos intentan inútilmente comprar pasajes hasta su salvación. Algunos han sido asesinados y descuartizados. Hasta los ateos se vuelven a Dios y los testigos apocalípticos se levantan en las plazas para recordar que el Señor ya viene, que el Cordero está abriendo los sellos.
Primero fue el enrojecimiento de la luna llena y el halo circundante de arcoíris que la rodeó en la noche del equinoccio de otoño, seguido del primer temblor. La tierra rugió desde su entraña durante casi cuatro minutos y se estremeció mientras todo caía: platos, vasos, adornos, libros, lámparas, cornisas, trozos del techo, ramas de árboles, árboles incluso, paredes enteras, casas. Salimos despavoridos a los patios y las calzadas. Dicen que la décima parte de las ciudades del mundo fue devastada. Luego, cuando el cielo ya estaba cubierto con los astros de la noche, se enrolló de repente como si fuera un trozo de pergamino: todo se volvió negro y comenzó el segundo temblor, el que hizo agrietar la tierra en fisuras que se abrían y cerraban como fauces de alguna trampa, llevándose a algunos que, gritando de terror, no sabían cuán afortunados eran. Después, los temblores se han vuelto consuetudinarios y con ellos los incendios, las inundaciones, las catástrofes. Todo esto ya había sido profetizado. Durante años lo venían anunciando, aunque sin decir ni día, ni hora, porque eso sólo el Señor lo sabía, pues él llegaría como ladrón en la noche. Yo recogía de mi huerto todos los frutos que podía y buscaba cómo conservarlos. Asimismo, almacenaba leña, yesca, agua, aceite y harina en abundancia, como había sido dicho. Pero igual siento que me agarró desprevenida.
De mis vecinos más cercanos, sólo ha desaparecido el señor Tereso, un anciano que todos los días pasaba por mi casa al amanecer rumbo a su iglesia, para la intercesión matutina. Todos los demás esperamos, agobiados por el viento rojo, la decisión que nos lleve, o nos deje. Uno puede creer que sabe lo que merece, pero en verdad, sólo Dios sabe lo que hay en nuestra particular historia y nuestros corazones. Por ejemplo, en el caso de mi Pastor, quien pagó con marchiteces progresivas su pusilanimidad y su abandono. Me dijeron que mucho tiempo estuvo naufragando en llanto y locura. Que en sus delirios llegó a decir que es mi rostro el del Ángel que sonará la trompeta. O el de aquel otro que revisará el Libro de la Vida. En el segundo terremoto, su esposa y una de sus hijas, que lo habían dejado hacía tiempo, hartas, según, de sus depresiones y súbitas cóleras, fueron arrastradas a la grieta, que se cerró abruptamente sobre ellas. Me dijeron que ahora su casa es puro escombro y ceniza, que está desamparado y debe estar asustado, pienso. Así que decidí ir a buscarlo. Le llevaré agua y bastimentos. Consolaré su llanto porque en medio de toda la turbulencia que nos separó, eternamente lo he asumido como un amigo. Y a los amigos no se les deja tirados, ni se les reprochan transgresiones.
Voy, entonces, atravesando los patios, aferrándome a las cercas y los muros. Hay casas con gente desenfrenada y ebria, con habitantes que quieren olvidar que hay Alguien que está cerrando un Libro y tendrán que rendir cuentas. Se sabe que los que se queden sufrirán circunstancias terribles, de enorme sufrimiento, y quizás algún día alcanzarán misericordia. Pero habrá quien sea lanzado al lago de fuego y azufre. Cada quien según su obra. Hay casas abandonadas porque sus habitantes andan fugitivos, o porque fueron ya arrebatados. Hay otras donde cantan y oran al Señor, en alabanza y adoración. Falta, falta, falta, pienso. Aún no se ha saciado Su Cólera, ni se ha roto aún el Sexto Sello. Aún no se han levantado los muertos. El viento podría derribarme, pues soy apenas una mujer débil y ya vieja con un fardo atado a la espalda. Voy con mis pasos contados hacia el que no me espera. Me agarro al camino, no dejo que me derribe el vendaval y sé que ni un alma me acompaña o me auxilia.
III.
Llegó el Ángel atravesando mi huerto. Llegó a buscarme. Llegó bajo el arco del limonar que sembré y amorosamente he cuidado por años. El Ángel lleva vestiduras resplandecientes. Porta una lámpara, y el polvo se aparta a su paso como el mar ante el paso de un gran barco. Porta espada también y polainas de jinete. Tras él, invisible, piafa su corcel. Me dijo el Ángel: -Ven, que ya es tu hora, mas le pedí siete horas terrenas de plazo para buscar a mi Pastor y él se negó. Le pedí entonces la mitad de ese plazo y se negó. Le pedí la cuarta parte, que son 105 minutos, y él vaciló y finalmente aceptó, advirtiéndome que quizás mi Pastor no pueda ser llevado, a causa de sus injusticias pasadas, donde no fue frío ni caliente, sino tibio, y que mi viaje, aunque misericordioso, será inútil. También me advirtió sobre los demonios en fuga que van en el torbellino. Y, finalmente, me advirtió que si no estuviera lista en el minuto 106, correría el riesgo de ya no ser llevada. O de ser arrastrada en la venganza de los demonios fugitivos. Aun así, me expongo.
(¿Cómo explicarle a un Ángel, ser tan implacablemente lógico, lo que es el Amor, ése que todo lo acepta, todo lo perdona, todo lo soporta, todo lo espera, todo lo vence? Ya lo dijo el Apóstol: aunque yo hablara lengua de ángeles, sin Amor sería como un platillo de metal resonante. Durante años, he llevado a mi Pastor como un sello sobre el corazón, lo he llevado como una marca sobre mi brazo. Durante años de soledad y silencio autoimpuesto he admitido que el Amor es fuerte como la Muerte e interminable su llama. Durante años he aprendido que ni los vientos pueden apagarlo, ni las aguas tormentosas extinguirlo.)
IV.
Lo encuentro sentado en una silla de extensión desvencijada en el cobertizo de su casa en escombros. Ya hay oscuridad y no hay hoguera, ni lámpara. Me mira como si yo fuera alucinación y se levanta y camina hacia mí, vacilante al principio y luego raudo como camina un niño perdido hacia su encontrada madre. Nos abrazamos y él oculta su rostro lloroso en mi cuello, moja mi hombro con su llanto, mientras sus manos me sujetan y yo lo retengo en el abrazo. Miro el reloj furtivamente y ya han transcurrido 42 minutos de los concedidos (me pregunto si el Ángel vendrá a buscarme o deberé regresar a mi huerto) Trato de soltarme para darle de beber y de comer y consolarlo, pero ahora él está buscando mi boca con la suya para dar el beso que jamás nos dimos. Gime no, no, no te me niegues, cuando siente la resistencia de mi cuerpo, y no, por piedad no me negaré a su urgencia y su desamparo. Los besos son insistentes ahora, hurgantes las lenguas y se van encendiendo los incendios de los cuerpos, y sé que el tiempo va transcurriendo entre los efluvios de aquellas pasiones que se encuentran, largamente represadas y ahora sueltas entre los despojos de su casa. Me empuja contra una pared agrietada y busca bajo mi blusa el seno ajado, pero que reacciona a sus manos. Acaricio su espalda bajo la camisa. Él introduce una pierna entre las mías y ya tiemblo ante el hervor del orgasmo. Nos despojamos de las ropas tajantemente. Descendemos abrazados, sudorosos, hasta el piso, mientras el polvo rojo nos impregna y ya parecemos seres de barro: hombre y mujer primordiales. Sin dejar el prolongado beso, penetramos en las humedades de la vida, estremecidos, olvidando las catástrofes de allá afuera. Él embiste y yo recibo todo su ardor y sus sagrados jugos, arqueándome y quebrantándome hasta que los ansiados bríos nos invaden en estremecimientos. Hay tanta fuerza en aquel acto tan largamente postergado que su final nos desmaya: su brazo izquierdo yace bajo mi nuca, su mano derecha sobre mi seno izquierdo y mi corazón. Miró el reloj y sólo han sido 17 minutos más. Y el viento ululante sopla. Y todo es caliente y rojo. No quiero deshacerme de este abrazo. En su adormecimiento, él rezonga y musita palabras incoherentes, mezcla oraciones de dar gracias y mi nombre, pero suplica también y solloza. Veo los surcos de su llanto en la cara llena de polvo. Y lo abrazo a mi vez, repleta de conmiseración. Allí reposa. O ambos reposamos de una larga travesía de espantosos desencuentros. Porque ahora veo que no solamente yo los he sufrido. Y me siento abrumada por la certeza de ser correspondida, aún en este instante, en el borde de la muerte y la condena.
V.
Viene el Ángel: siento el paso de su corcel en el estremecimiento del aire. Llega montado y aquel caballo es blanco con las crines de un rojo más bien púrpura. A su alrededor, el viento se aplaca. Lo miro desde el suelo de la entrega, bajo el cuerpo que ya me posee. Nada dice, mas comprende (hasta donde puede comprender un ángel) y ahora desenvaina la espada, que refulge. Quizás él piensa que la muerte para nosotros dos es más misericordiosa que vivir la vida de amarguras que inexorablemente nos espera. Él sabe que jamás abandonaré a este amigo, este amado, mi Pastor. Que por segunda vez renunciaré a mi salvación para salvarlo. Con el canto de la espada toca al Pastor que duerme agitado y no se despierta mientras dice: porque esta vez has sido caliente y no tibio no te vomitaremos de la boca. Una huella ocre y rugosa brota en su espalda. Y con la punta de la espada me toca y me dice: ya que escogiste la tribulación, con este hombre conducirás una porción del remanente, porque siempre hay un remanente, en los abruptos días que vendrán: él predicará, tú, suplirás lo necesario, porque ése es siempre tu designio. Aún no se han cumplido los minutos del plazo y ahora dudo de si fue sueño o fue visión la visita del Ángel. O jugarreta de la conciencia. Mi Pastor se estremece una vez más y me aprieta en su abrazo. Y ya elegí.
EL PÁJARO IMPOSIBLE
El deseo por esa figura salvaje y graciosa me acompaña siempre: o por lo menos revive cuando el amor o lo inesperado, me invitan
José Balza: LA SOMBRA DE ORO
Todo comienza con los esplendores de un adjetivo hallado en el relato de un niño que desea seducir un pájaro. Desde el fondo de la luz, me voy sumergiendo en el sueño. En el cuaderno están guardadas las hojas del árbol de oro y la fotografía que capta a un hombre y una mujer posando juntos, sonrientes, recortados contra un fondo oscuro. A su derecha, un espejo refleja la otra cara del día.
Las hojas del árbol y la foto me devuelven a las zonas mágicas por donde transitamos aquellos días. Siempre próximos. Comiendo juntos. Adivinándonos el destino en los signos de la baraja, o en las palabras del horóscopo. Revelándonos gustos y recuerdos. Recibiendo el asombro de los otros. A ratos, cada quien volaba hacia sus particulares espesuras, para resguardar los misterios. Es agosto. La claridad de este domingo, silencioso y solemne, me trae visiones de muerte. Las letras se destacan sobre la pantalla. Corren. Se agrupan a un leve golpe de teclas.
La habitación del hotel tiene ventanales cubiertos por persianas amarillas. Toda la luz está apenumbrada hacia tonos nostálgicos. Hay cierta cualidad de lo clandestino en el aire. Alfombras y tapizados marrones. Cubrecamas verdeoscuro. Lámparas que jamás iluminan directamente. En habitaciones paralelas, dos seres construyen su versión de los hechos: las adaptaciones de sus biografías. El lee una carta escrita a mano, en papel bond 16 con membrete de oficina pública. La letra es firme y a veces desordenada por el arrebato. Ella intenta leer un libro, adormecida por la música que brota de un pequeño artefacto: se reproducen temas de famosas películas de amor. Lee, deslumbrándose por la elegancia del lenguaje del escritor, por su breve eficacia. Piensa también en un gran tablero de ajedrez: en una partida muy larga que es a veces un ejercicio literario. Piensa en la lentitud de las jugadas, en su carácter ambiguo, en ese silencio mortal que envuelve el bosque lleno de trampas donde se mueven las piezas. Quizá escribió una carta ese mediodía. De cualquier manera, sólo son ficciones. Movimientos que la pueden volver o no invisible. De pronto, alguien toca la puerta. El sonido es apagado por el rumor de los acondicionadores de aire. Sin embargo, ella lo escucha y se levanta. Abre sin preguntar, porque adivina.
Después de la cena copiosa, fueron los tragos en el bar de los boleros. Nunca tuvieron la necesidad de sentarse juntos para ir construyendo la atmósfera de los encuentros. Tampoco pronunciaron palabras que fueran más allá de las estrictas trivialidades sociales. Con lo vivido. Con la carta que ella le entregara al mediodía, todo estaba dicho. Esa noche se despidieron en el pasillo, deseándose descanso. Ni promesas, ni seducciones contenidas. Ahora, él atraviesa el espacio entre sus puertas enfrentadas. Y ella abre, recién bañada, cubierta por una doméstica franela ancha, azul y un poco desteñida. No lo esperaba, pero tampoco se sorprende. Es el riesgo de lo inextinguible. El entra. La mira. Tampoco ahora se dicen palabras. Ambos saben que todo lo que ocurra ya habrá sido minuciosamente deseado. El abrazo es espontáneo, fuerte, por un momento, casi fraternal. Después, los labios se buscan febrilmente. Se funden los jugos de las lenguas encendidas. Los espejos rectangulares repiten sus imágenes. En la penumbra de la habitación, iluminada por la lámpara de cabecera, sólo se destaca la cama, con el cubrecama corrido sobre la sábana blanca. En los espejos están los dos cuerpos: él la empuja contra la pared. Sus manos pequeñas y sensibles, han levantado el borde inferior de la tela y tocan con delicadeza los senos, detallan los pezones, mientras los besos se intercambian con lenta ferocidad. Ella le acaricia los cabellos recortados en la nuca, en las sienes, toca los lóbulos de sus orejas, desliza las manos por sus hombros y su espalda. Hay un aire salvaje y paradisíaco en medio de la milimétrica precisión de ese hotel civilizado. El recorre su cuerpo, tantea sus formas. Ella abre la camisa. Muerde la piel, respirando ansiosa el olor. Aspira el aire con cierta desesperación. A ratos se curva, estremecida. Él la acaricia por encima de la pantaleta de suave textura, provocándole escalofríos y gemidos. Ella corre los dedos por el borde del cinturón hasta encontrar el cierre. Él la ayuda a despojarse de la franela, de la pantaleta, contempla su sólida desnudez. Pasa las manos abiertas por la rotundidad de las caderas, por la estrechez de la cintura, lame los pezones exaltados. Ambos parecen estar envueltos en azules chispas siderales cuando caen en la cama. Tiemblan descubriéndose en olores y sabores. Se desvanecen entre las sábanas. Prueban el vacío. Se sienten, piel contra piel. Se convierten en electricidad pura: reflejos de un arco voltaico. El deseo es simple, coherente, concreto.
Entonces abro los ojos, y la música acabó hace rato. En el silencio, trato de captar los sonidos de la noche. Un coro de grillos después de la lluvia. El aire acondicionado está demasiado frío y me cobijo. Recuerdo el sueño, lo voy recuperando lentamente. Todavía una nota apasionada vibra brutalmente dentro de mí. También recupero el relato que leía: el pájaro de la selva en manos del niño, el pájaro imposible que el niño cautivara entre las ramas del árbol de oro: lo había deseado tanto que pensó que la fuerza de su deseo tendría el poder necesario para retenerlo. Prefirió no tocarlo. Poseerlo con la sola abstracción del pensamiento. Saberlo suyo sin tener el derecho de los sentidos, ni de la razón. Lo dejó intacto. No cortó sus alas. No alteró su plumaje. No lo sometió a la jaula. Sólo contaba la felicidad que compartían niño y pájaro, y que venía del reflejo perfecto de ambos en el prisma. Todo error, toda carencia, quedaban soslayados, porque era imposible permitir que una secuencia infame rompiera la maravilla del ejercicio. Desde el centro de la madrugada, llega el día certero. Las emociones del sueño y el texto se han ido desvaneciendo. Una extraña felicidad madura en mí. Me siento como si fuera navegando en una barca tibia y dorada, una barca de oro, sólo yo entre el sol y el río.
Y ahora, cuando he regresado a mi casa, se van difuminando las imágenes del hotel, la fingida carta y el sueño. Reviso el calendario para comprobar que esos días transcurrieron, porque parecen diluirse en una materia onírica. Aquí las luces son blancas, crudas: dibujan con específica realidad todas las cosas. Los ventanales son amplios. Las cortinas, claras. No hay resquicios para lo ambiguo. Todo lo demás parece fantasía. Pero la foto en el cuaderno, las hojas del árbol de oro, la memoria del reverberante color metálico del río, y hasta la certeza de la barca dorada, me aseguran el paso del tiempo.
Escribo, voy creando un mundo: su atmósfera. Voy inventando los sentimientos, las pasiones, los deseos. Las letras doradas se reúnen en la pantalla, forman palabras. Materia prima. Realidad implícita del texto. Ignoro el vínculo entre lo vivido y lo escrito. Por un instante, que es para siempre inaprehensible, yo soy el niño que poseyó el pájaro, soy el pájaro, soy la mujer que escribió la carta, el hombre que la leía, soy la que soñó, lo soñado y los protagonistas del sueño: soy aquella que recuerda y es recordada, y la que escribe este domingo, en medio de la mañana solar de agosto, cuando la muerte se anuncia, justo para que la muerte no venga.
(Dedicado a Luis Guillermo Franquiz)
LA ELECCIÓN
(Mateo 24: 40-41)
I.
Voy afrontando el espeso viento cargado de polvo. Sus ráfagas veloces y violentas. Viento seco y caliente que levanta oleadas de polvo rojo. El calor lo vuelve casi sólido. Golpea con fuerza, empuja y hasta hiere. Soy apenas una mujer de 60 kilos que lleva un morral atado a la espalda. No soy ni sólida, ni inmortal. Pero voy en busca de mi Pastor, al que amo, y el Amor es más fuerte que cualquier tempestad, cualquier ventarrón: hasta que la muerte.
Años ha, me acusaron de haber acosado la virtud de este Pastor con mensajes de amor. Me acusó la esposa del Pastor. Me acusaron sus hijas. Y mujeres de la congregación conformaron un coro acusador. Entre todas se encargaron de expulsarme y de lapidarme moralmente. Como Furias desatadas, como Erinias castigando los presuntos ultrajes: Megera, la de los celos, sobre todo. La verdad fue que el Pastor había comenzado a enviarme mensajes más o menos sugerentes, sesgando las Escrituras. Era un hombre sensible e inteligente, melancólico y solitario, una especie de poeta silvestre que había encontrado en mí interlocución y amistad. Y yo, una mujer educada, refinada y que se preciaba de ser racional, pero que tal vez se había apartado demasiado de las delicias del genuino y espontáneo amor. No creo que haya habido maldad, ni mala intención, en los actos y los gestos de aquellos días: fue simplemente dejarnos llevar por un idilio que era hermoso, que enriquecía la vida y parecía inocuo. Así, me fui enamorando del Pastor y lo fui amando tal como el Apóstol escribiera en I Corintios: 13, y tal como Juan dijo que el Señor amaba a sus amigos. La verdad fue que los dos fuimos culpables (o inocentes, pues jamás fuimos más allá de la contemplación desde las rejas de un Paraíso que siempre supimos imposible) La verdad fue que él, ante el escándalo, dejó que me culparan y me llenaran de deshonor. Y yo callé las circunstancias, acepté todas las culpas, renuncié a toda posible salvación si me justificaba, porque al amarlo y considerarlo mi amigo, preferí que siempre fuera para otros obrero aprobado. Porque lo que yo perdiera era incomparablemente menor que lo que él pudiera perder. Sufrí por meses el exilio, el desprecio y la soledad. Y él nunca más se me acercó, quizás por presiones eclesiales o familiares, quizás porque temía debilitarse en mi presencia y rendir su virtud, aunque estoy segura de que yo no hubiera rendido la mía: amo mi cuerpo y su sensualidad y en mi alma batallan siempre los placeres de ese cuerpo y el espíritu que los devora. Pero amo más mi alma como para permitir que se pierda. El tiempo, ese ungüento, sanó las heridas y me dio paz. Ciertamente, aún hay cicatrices que a veces se irritan. Sin embargo, mi amor y mi amistad resistieron toda hostilidad y agresión y subsistieron como subsisten los cactus en el desierto.
II.
Desde hace días no se escuchan niños, ni perros, ni gatos, ni aves de corral, ni pájaros. Dicen que las hijas de la hermana Angie ya no están, pero ella sí. Dicen que toda la familia de la hermana Janett se fue: hasta Victorino, su gato. Tiene que haber una lógica en esta forma de selección, pero sólo Dios la conoce. Dudar en este momento no nos es lícito, ni conveniente. Solamente hay que esperar, aunque sea difícil. Porque las desapariciones se siguen produciendo. Desde hace quince días, sopla este viento caliente que viene del Este. No hay electricidad, ni teléfonos, ni INTERNET, ni redes sociales, así que poco sabemos. Un vecino que tiene un receptor de batería y se comunica con otros sus iguales, nos habla de terremotos e incendios desde el Cabo de Hornos hasta el Yukón, desde Beijing a Nueva York, desde Tokio hasta Mumbai y desde Jerusalén hasta Damasco. Al principio y que hubo saqueos y fue necesario dispersar las muchedumbres con chorros de agua, perdigones de plástico y hasta balas. Ya no. Hay demasiado miedo. Los ricos y los poderosos intentan inútilmente comprar pasajes hasta su salvación. Algunos han sido asesinados y descuartizados. Hasta los ateos se vuelven a Dios y los testigos apocalípticos se levantan en las plazas para recordar que el Señor ya viene, que el Cordero está abriendo los sellos.
Primero fue el enrojecimiento de la luna llena y el halo circundante de arcoíris que la rodeó en la noche del equinoccio de otoño, seguido del primer temblor. La tierra rugió desde su entraña durante casi cuatro minutos y se estremeció mientras todo caía: platos, vasos, adornos, libros, lámparas, cornisas, trozos del techo, ramas de árboles, árboles incluso, paredes enteras, casas. Salimos despavoridos a los patios y las calzadas. Dicen que la décima parte de las ciudades del mundo fue devastada. Luego, cuando el cielo ya estaba cubierto con los astros de la noche, se enrolló de repente como si fuera un trozo de pergamino: todo se volvió negro y comenzó el segundo temblor, el que hizo agrietar la tierra en fisuras que se abrían y cerraban como fauces de alguna trampa, llevándose a algunos que, gritando de terror, no sabían cuán afortunados eran. Después, los temblores se han vuelto consuetudinarios y con ellos los incendios, las inundaciones, las catástrofes. Todo esto ya había sido profetizado. Durante años lo venían anunciando, aunque sin decir ni día, ni hora, porque eso sólo el Señor lo sabía, pues él llegaría como ladrón en la noche. Yo recogía de mi huerto todos los frutos que podía y buscaba cómo conservarlos. Asimismo, almacenaba leña, yesca, agua, aceite y harina en abundancia, como había sido dicho. Pero igual siento que me agarró desprevenida.
De mis vecinos más cercanos, sólo ha desaparecido el señor Tereso, un anciano que todos los días pasaba por mi casa al amanecer rumbo a su iglesia, para la intercesión matutina. Todos los demás esperamos, agobiados por el viento rojo, la decisión que nos lleve, o nos deje. Uno puede creer que sabe lo que merece, pero en verdad, sólo Dios sabe lo que hay en nuestra particular historia y nuestros corazones. Por ejemplo, en el caso de mi Pastor, quien pagó con marchiteces progresivas su pusilanimidad y su abandono. Me dijeron que mucho tiempo estuvo naufragando en llanto y locura. Que en sus delirios llegó a decir que es mi rostro el del Ángel que sonará la trompeta. O el de aquel otro que revisará el Libro de la Vida. En el segundo terremoto, su esposa y una de sus hijas, que lo habían dejado hacía tiempo, hartas, según, de sus depresiones y súbitas cóleras, fueron arrastradas a la grieta, que se cerró abruptamente sobre ellas. Me dijeron que ahora su casa es puro escombro y ceniza, que está desamparado y debe estar asustado, pienso. Así que decidí ir a buscarlo. Le llevaré agua y bastimentos. Consolaré su llanto porque en medio de toda la turbulencia que nos separó, eternamente lo he asumido como un amigo. Y a los amigos no se les deja tirados, ni se les reprochan transgresiones.
Voy, entonces, atravesando los patios, aferrándome a las cercas y los muros. Hay casas con gente desenfrenada y ebria, con habitantes que quieren olvidar que hay Alguien que está cerrando un Libro y tendrán que rendir cuentas. Se sabe que los que se queden sufrirán circunstancias terribles, de enorme sufrimiento, y quizás algún día alcanzarán misericordia. Pero habrá quien sea lanzado al lago de fuego y azufre. Cada quien según su obra. Hay casas abandonadas porque sus habitantes andan fugitivos, o porque fueron ya arrebatados. Hay otras donde cantan y oran al Señor, en alabanza y adoración. Falta, falta, falta, pienso. Aún no se ha saciado Su Cólera, ni se ha roto aún el Sexto Sello. Aún no se han levantado los muertos. El viento podría derribarme, pues soy apenas una mujer débil y ya vieja con un fardo atado a la espalda. Voy con mis pasos contados hacia el que no me espera. Me agarro al camino, no dejo que me derribe el vendaval y sé que ni un alma me acompaña o me auxilia.
III.
Llegó el Ángel atravesando mi huerto. Llegó a buscarme. Llegó bajo el arco del limonar que sembré y amorosamente he cuidado por años. El Ángel lleva vestiduras resplandecientes. Porta una lámpara, y el polvo se aparta a su paso como el mar ante el paso de un gran barco. Porta espada también y polainas de jinete. Tras él, invisible, piafa su corcel. Me dijo el Ángel: -Ven, que ya es tu hora, mas le pedí siete horas terrenas de plazo para buscar a mi Pastor y él se negó. Le pedí entonces la mitad de ese plazo y se negó. Le pedí la cuarta parte, que son 105 minutos, y él vaciló y finalmente aceptó, advirtiéndome que quizás mi Pastor no pueda ser llevado, a causa de sus injusticias pasadas, donde no fue frío ni caliente, sino tibio, y que mi viaje, aunque misericordioso, será inútil. También me advirtió sobre los demonios en fuga que van en el torbellino. Y, finalmente, me advirtió que si no estuviera lista en el minuto 106, correría el riesgo de ya no ser llevada. O de ser arrastrada en la venganza de los demonios fugitivos. Aun así, me expongo.
(¿Cómo explicarle a un Ángel, ser tan implacablemente lógico, lo que es el Amor, ése que todo lo acepta, todo lo perdona, todo lo soporta, todo lo espera, todo lo vence? Ya lo dijo el Apóstol: aunque yo hablara lengua de ángeles, sin Amor sería como un platillo de metal resonante. Durante años, he llevado a mi Pastor como un sello sobre el corazón, lo he llevado como una marca sobre mi brazo. Durante años de soledad y silencio autoimpuesto he admitido que el Amor es fuerte como la Muerte e interminable su llama. Durante años he aprendido que ni los vientos pueden apagarlo, ni las aguas tormentosas extinguirlo.)
IV.
Lo encuentro sentado en una silla de extensión desvencijada en el cobertizo de su casa en escombros. Ya hay oscuridad y no hay hoguera, ni lámpara. Me mira como si yo fuera alucinación y se levanta y camina hacia mí, vacilante al principio y luego raudo como camina un niño perdido hacia su encontrada madre. Nos abrazamos y él oculta su rostro lloroso en mi cuello, moja mi hombro con su llanto, mientras sus manos me sujetan y yo lo retengo en el abrazo. Miro el reloj furtivamente y ya han transcurrido 42 minutos de los concedidos (me pregunto si el Ángel vendrá a buscarme o deberé regresar a mi huerto) Trato de soltarme para darle de beber y de comer y consolarlo, pero ahora él está buscando mi boca con la suya para dar el beso que jamás nos dimos. Gime no, no, no te me niegues, cuando siente la resistencia de mi cuerpo, y no, por piedad no me negaré a su urgencia y su desamparo. Los besos son insistentes ahora, hurgantes las lenguas y se van encendiendo los incendios de los cuerpos, y sé que el tiempo va transcurriendo entre los efluvios de aquellas pasiones que se encuentran, largamente represadas y ahora sueltas entre los despojos de su casa. Me empuja contra una pared agrietada y busca bajo mi blusa el seno ajado, pero que reacciona a sus manos. Acaricio su espalda bajo la camisa. Él introduce una pierna entre las mías y ya tiemblo ante el hervor del orgasmo. Nos despojamos de las ropas tajantemente. Descendemos abrazados, sudorosos, hasta el piso, mientras el polvo rojo nos impregna y ya parecemos seres de barro: hombre y mujer primordiales. Sin dejar el prolongado beso, penetramos en las humedades de la vida, estremecidos, olvidando las catástrofes de allá afuera. Él embiste y yo recibo todo su ardor y sus sagrados jugos, arqueándome y quebrantándome hasta que los ansiados bríos nos invaden en estremecimientos. Hay tanta fuerza en aquel acto tan largamente postergado que su final nos desmaya: su brazo izquierdo yace bajo mi nuca, su mano derecha sobre mi seno izquierdo y mi corazón. Miró el reloj y sólo han sido 17 minutos más. Y el viento ululante sopla. Y todo es caliente y rojo. No quiero deshacerme de este abrazo. En su adormecimiento, él rezonga y musita palabras incoherentes, mezcla oraciones de dar gracias y mi nombre, pero suplica también y solloza. Veo los surcos de su llanto en la cara llena de polvo. Y lo abrazo a mi vez, repleta de conmiseración. Allí reposa. O ambos reposamos de una larga travesía de espantosos desencuentros. Porque ahora veo que no solamente yo los he sufrido. Y me siento abrumada por la certeza de ser correspondida, aún en este instante, en el borde de la muerte y la condena.
V.
Viene el Ángel: siento el paso de su corcel en el estremecimiento del aire. Llega montado y aquel caballo es blanco con las crines de un rojo más bien púrpura. A su alrededor, el viento se aplaca. Lo miro desde el suelo de la entrega, bajo el cuerpo que ya me posee. Nada dice, mas comprende (hasta donde puede comprender un ángel) y ahora desenvaina la espada, que refulge. Quizás él piensa que la muerte para nosotros dos es más misericordiosa que vivir la vida de amarguras que inexorablemente nos espera. Él sabe que jamás abandonaré a este amigo, este amado, mi Pastor. Que por segunda vez renunciaré a mi salvación para salvarlo. Con el canto de la espada toca al Pastor que duerme agitado y no se despierta mientras dice: porque esta vez has sido caliente y no tibio no te vomitaremos de la boca. Una huella ocre y rugosa brota en su espalda. Y con la punta de la espada me toca y me dice: ya que escogiste la tribulación, con este hombre conducirás una porción del remanente, porque siempre hay un remanente, en los abruptos días que vendrán: él predicará, tú, suplirás lo necesario, porque ése es siempre tu designio. Aún no se han cumplido los minutos del plazo y ahora dudo de si fue sueño o fue visión la visita del Ángel. O jugarreta de la conciencia. Mi Pastor se estremece una vez más y me aprieta en su abrazo. Y ya elegí.
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