YOLANDA PANTÍN: UN ALAMBRE DULCE MUY FINO
(O EL CAMINO DE UNA MUJER QUE ES POETA)
APENAS
Como la matica
que está detrás
de mi cabeza
nos sostiene
un alambre dulce
muy fino.
I.
En la década de los 70, las influencias de los formalistas y del constructivismo humedecieron hasta enfangarlo el quehacer creativo en Venezuela. Quiero decir que no fue solamente un asunto de un sector, llámese artes plásticas o literatura. Inclusive el teatro y la música se vieron afectados por ese fenómeno. En el ámbito literario, se expandió especialmente a través de los talleres literarios, que lo convirtieran en epidemia. Claro que también fue una reacción a tanto bonitismo Criollista, por una parte, y al contexto posterior a la guerra de guerrillas. Entonces, aparecen con los 80 dos grupos transgresores que reivindican los temas cotidianos y el lenguaje de la gente del común y ésa es su apuesta estética: Tráfico y Guaire.
La propuesta estética de Tráfico, por ejemplo, fue la de volver trascendente el sonido de la calle. Fue un movimiento poético prístinamente urbano. Intentó traducir al discurso poético lo doméstico y usual de la vida: patear calles, hurgar en el basurero. Estuvo formado por Miguel Márquez, Alberto Márquez, Rafael Castillo Zapata, Armando Rojas Guardia, Igor Barreto y Yolanda Pantín. Cuando se disolvieron, en 1983, cada uno de ellos ya se encaminaba hacia su voz estética, a veces deslindándose también del exceso de cotidianeidad.
II.
Yolanda Pantín venía de Calicanto, de donde surgió, más o menos, Casa o Lobo, su primera publicación en 1981. Ella se expresó así en su momento:
Tráfico fue importante para mí en la medida en que me permitió abrirme al exterior. No sé si me equivoque, pero entonces tenía la sensación, molesta, por lo demás, de que el lenguaje de Casa o Lobo me estaba devorando y de que de continuar indagando en él terminaría por repetirme. La remota sospecha de repetirme me produce pánico (Pantín, 1989)
Lo menos que es la obra de Pantín es repetitiva. Ella es una mujer en busca de un camino: cada vez que alcanza un hito ya está mirando hacia el horizonte. Nació en Caracas, el 20 de octubre de 1954. La mayor parte de su infancia y adolescencia transcurrió e Turmero, en un ambiente que invoca las "Memorias de Mamá Blanca", de Teresa de La Parra, y en 1972 se trasladó a Caracas para cursar estudios de Letras en la Universidad Católica "Andrés Bello" que en aquellos años era un centro de irradiación de cultura literaria. Su vida ha estado dedicada casi por entero a las tareas de la Literatura: además de la incesante escritura, en 1989 fundó "El Taller Blanco", una editorial de libros de poesía. Y en 1990, junto con Santos López, creó la Fundación Casa de la Poesía.
Ha publicado, después de Casa o Lobo (1981), los poemarios Correo del Corazón (1985), La Canción Fría (1989), Poemas del Escritor (1989), El Cielo de París (1989), Los Bajos Sentimientos (1993), La Quietud (1998), El Hueso Pélvico (2002), Poemas Huérfanos (2002), La Épica del Padre (2002), País (2007), 21 caballos (2011), Bellas Ficciones (2016) y Lo que hace el tiempo (2017). En 2014, la editorial Pre-textos publicó País, poesía reunida 1981-2011.
ESCRIBIR
No hay ninguna
pretensión
en este intento,
si antes era así,
ahora
viene y queda
el gesto
igual a
cuando niña
dibujaba
por placer
y no dormía
hasta pintar
lo que pensaba
y era un mundo
que se hizo
con los años
garabato,
torcedura.
En 1989 recibió en Caracas el Premio Fundarte de Poesía. Fue becaria de la Fundación Rockefeller en Bellagio Study Center. En 2004 recibió la Beca Guggenheim. Por el conjunto de su trabajo recibió en 2015, en Aguascalientes, México, el premio Poetas del Mundo Latino “Víctor Sandoval”; y en 2017, en Madrid, obtuvo el XVII Premio Casa de América de Poesía Americana. Su libro de literatura infantil, Ratón y Vampiro, fue seleccionado entre uno de los mejores por la Organización Internacional del Libro Infantil en 1994. Y ha escrito y publicado obras se teatro y la narración titulada Paya.
En una productiva asociación con Ana Teresa Torres, esa gran escritora, ha generado valiosos ensayos que abundan en la realidad venezolana actual y además El hilo de la voz. Antología crítica de la literatura venezolana del siglo XX escrita por mujeres, texto fundamental para el estudio y la comprensión de ese tema.
III.
En su propuesta estética, Pantin apuesta al tropo de la realidad pero despojando el lenguaje de toda retórica, mostrando la realidad descarnadamente.
SÓLO VEÍA UNA CARRETERA POLVORIENTA
como el calor me sofocaba dije basta
y me senté de cara a la ventana
para refrescar mi cabeza que tiritaba
al igual que una onza de gelatina
Con el hilo del sudor
hice un collar
para apretarme el cuello
además
las noches eran tristes
y rojas
tanto
que me dediqué a soñar con lo ojos abiertos
Sólo veía una carretera polvorienta
Eran noches nostálgicas
Te dije ahógame
y como no había cuerda
y el hilo en el cuello era invisible
juraste amor eterno
me hiciste una escena de celos
Luego lloramos en voz baja
para no despertar a los niños
Es la suya una poética muy arriesgada en un espacio vital que gusta (el gusto fácil de las infancias prolongadas) del adjetivo y la hipérbole. Vista así, desde tan afuera, es posible percibir allí como un trasfondo, la influencia de Calicanto. Y también de aquel Luis Alberto Crespo de fines de los 70, 80, cuando aún no había mutado hacia el servidor que es de los orcos. Destaco la importante presencia del tópico La Casa. Una Casa omnipresente, pero también utópica. Con las iluminaciones digamos que neurolingüísticas de Antonia Palacios, Hanni Ossot, Luz Machado, Miyó Vestrini. Cosas así.
Anotación
Me siento incómoda escribiendo este texto, que pudiera interpretarse como de oportunismo periodístico. He visto mucho de eso estos días, con ocasión del Premio Federico García Lorca. Es lo que mi amigo El Chino llama "la fotico con..." Me conforta pensar que era un escrito que debía desde hace años. Conozco a Yolanda. Compartimos esa forma de ser que es la amable distancia con el entorno. Nada de estridencias y mucho racionalismo aristotélico. Así como es su obra, es ella: distancia brechtiana y dinamismo dialéctico (valgan la redundancia y los paréntesis)
También es arriesgada su posición política en el contexto de un país destrozado como a dentelladas. País es un libro de poesía desgarradora. No es un conjunto de obituarios. Ni un compendio de quejas. Es un libro fuerte, casi belicoso, que habla claramente de la tragedia que vivimos, pero en una tesitura totalmente universal. Muchos de los periodistas, todos los cronistas, deberían tenerlo como libro de cabecera en vez de sus pendejas evasiones. O al lado de ellas. Publicado en 2007, cuando aún no habíamos alcanzado esta hez, ya prefigura las características del holocausto en aras de una dictadura manipulada mediante una pseudo-ideología.
Un libro de viajes como Viaje al Poscomunismo, escrito con Ana Teresa Torres, da una versión más o menos ensayística al mismo asunto del comunismo y sus consecuencias. Es el relato de un periplo por los países de Europa del Este, antes ocupados por regímenes comunistas. La oscuridad y el miedo son parte de la atmósfera vital del libro. Y no hay allí metáforas adonde refugiarse. Ése es el meollo de la escritura de Yolanda Pantín: mira, le dice al lector, allí está la tundra, el desierto, escoge lo que quieras, y ahí vas tú, íngrimo, apenas cubierto con un taparrabo. Y un tapaboca, para ponerlo en contexto.
IV.
Sin darme cuenta, como suele sucederme, encuentro la imagen que me ha producido siempre la escritura de Pantín: es una escritura de desierto, entendiendo como tal un espacio aparentemente concreto, pero abstracto en realidad, que se haya, Cirlot dice: fuera del campo vital y existencial, abierto sólo a la trascendencia. El desierto (y su contraparte, la tundra) es el lugar de la soledad, es el clima para que el espírtu florezca, donde la consunción del cuerpo (y un ensayo sería necesario para abordar el erotismo en la poética de Yolanda Pantín, pero será cosa de otros el hacerlo) conduce a las ascesis necesarias para la salvación. Así.
El Tigre, 18 de octubre de 2020
TORRES, GUARDIANA DESDE LAS RUINAS
Milagros Mata Gil
I.
Posiblemente,
ella necesita un buen corte. La cabellera es gris como el acero y abundante. Se ondula con libertad y cierto
silvestrismo. Conocí a esa mujer hace un cuarto de siglo y entonces sus cabellos
eran oscuros, su sonrisa, clara. Tengo ante mí dos fotografías: en una aparece
al lado de Isabel, su hija, entonces casi una niña, parecido el color de los
ojos. Verde-musgo, a mi juicio. Miran las dos a la cámara, sonrientes. La otra foto es esta reciente, ya sin
sonrisa. Por el contrario, la boca se curva con una especie de rabia o desdén. La
mirada, no obstante, es la misma, provista de una terrible penetración, parece
saber lo que vendrá porque sabe lo que ya fue. Ella es Ana Teresa Torres, escritora,
psicoanalista (de las personas y de la sociedad) la que ha convertido sus
crónicas en historia.
II.
Siempre me
impactaron sus juicios en el tema político de los recientes 20 años. Allí donde
yo sentía crecer una esperanza de que las cosas mejorarían, ella le ponía un
foco cenital que me hacía ver claramente las grietas y las sombras. Yo la
llamaba pesimista y ella me corregía llamándose realista. Era el efecto de su mirada diagnostigadora,
analítica, perspicaz. Esa mirada se refleja en su obra narrativa, donde viven sus
personajes, flotantes caracteres en un espacio casi desértico de sentido
reconocible. Por ejemplo, en “Los últimos espectadores del Acorazado
Potemkin” o “La escribana del viento”. No importa la especificidad de las descripciones, ellos flotan, anacrónica
y anaespacialmente. El asunto es que Ana Teresa Torres obliga a que uno piense,
razone y busque más allá de lo emocional y subjetivo. Michaele Ascencio, en una
entrevista de 2010 lo señala así: “Pero
Ana Teresa no sólo piensa sino que pone a pensar a los que la rodean. No se
conforma con opiniones o pareceres, te obliga a pensar, a argumentar, a
indagar. Por eso es tan excelente amiga: te saca lo mejor de ti.”
III.
Dos de sus
libros me parecen fundamentales para entender (por los momentos) las
circunstancias sociales y políticas de Venezuela: “La herencia de la tribu Del mito de la Independencia a la revolución
bolivariana,” (2009) y “Diario
en ruinas“(2018) Una inteligente reseña de Jhozman Camacho (Revista SIC, marzo 2010) se refiere a “La
herencia …” en estos términos: “En
“La herencia de la tribu” asistimos
a un esclarecido recorrido por la historia de Venezuela para reconocer que un
hilo conductor la atraviesa por completo: un relato épico que tiene su origen
en la nostalgia por una gloria perdida (la gesta independentista) y en una
constante utopía de reencarnarla (una segunda Independencia).” Ese
mega-relato repetitivo necesita, en el imaginario colectivo venezolano, de la
figura de un héroe liberador, capaz de asumirse como padre de toda la “patria”.
Bolívar es el referente primordial, pero se ha venido cumpliendo en otras
figuras. Chávez, entre ellas. Cada vez que el sufrimiento nacional es fuerte y
evidente, la gente circula buscando un salvador, un jefe heroico, un padre
(Estos veinte años hemos tenido varias de esas búsquedas y fallidas: desde
Capriles Radonski hasta Ramos Allup y desde Leopoldo López hasta Wilexis)
El problema es
que como la épica ha venido siendo sobrevaluada y las leyendas han sido forzadas
para que sean mitos originarios, las actuaciones de políticos y pueblo en
general se basan en falsedades. La mayor parte de lo que se dice de Bolívar, de
su gran estrategia, de su nobleza y desinterés es mentira, pero el público lo
acepta como “verdad de fe”. Casi todo lo que se cuenta de grandes guerreros,
tropas de mozos impreparados que vencieron a la “Armada Invencible” (que ya no
era ni tan armada, ni tan invencible) es ficción. Y lo que nos ha llegado de
aquellos generales que fueron personajes importantes en la guerra de
independencia es otra falsificación. Y sobre ese carro carnavalesco, tirado por
6 bueyes con las cornamentas pintadas de dorado y decoradas con guirnaldas
plásticas se montó Hugo Chávez e instauró esto que vivimos. Y aún escucho
gritar a veces: “Chávez vive…” y mi aún cerebro responde: “el desastre sigue”
IV.
En “Diario
en Ruinas“ se van recopilando los signos y los síntomas del
chavomadurismo, y de cómo la permisividad de la sociedad venezolana (fruto de
una mezcla de pereza, indolencia, tolerancia, credulidad y corrupción) coadyuvó
al establecimiento de esta realidad. Son recuerdos, artículos periodísticos,
narraciones, reflexiones: recortes del tiempo histórico más o menos ordenados
cronológicamente, desde 1998 hasta 2017. Son la evidencia de que eso que en su
momento nos pareció transitorio e inofensivo estaba minando la estructura
social y cultural del país, además de que estaba preparando las bases para el
saqueo de las riquezas. Porque llegó un ladrón y fue a lo suyo: a robar, matar y destruir.
¡Y, además, la
división! Desde aquellos primeros años, la división se convirtió en el fenómeno
más vigoroso de nuestra sociedad. Torres lo escribe así: “Me refiero a que tuvimos que dividirnos sin estar demasiado seguros de
los términos de la división. Me refiero a que tenemos la sensación de haber
perdido un pasado sin estar seguros de qué tipo de futuro hemos elegido. Me
refiero a que, más allá de la momentánea pasión electoral, del sentimiento de
haber ganado o perdido, el espejo de nuestra identidad política ha estallado.
Haber rellenado uno u otro ovalo no es suficiente para reponerlo. Ser
antichavista o ser chavista no es un tipo de identidad política sino apenas una
opción electoral, nominal. (Estaba equivocada. Se crearon nuevas identidades
políticas. Ser chavista o antichavista terminó por conformar una identidad) En
ambos bandos quedaron personas de tan diferente identidad que no se distingue
su perfil. Árboles de tan distintas especies, ¿componen un bosque o un montaje?
IV.
Torres también
recrea cómo fueron implantando desde el discurso del poder las naturalezas
perversas y enfermizas (la repetición en este contexto del término
“disociación” (los “escuálidos” son, están disociados, vociferaba Chávez) por ejemplo, endilgado por los psiquiatras
Edmundo Chirinos –aquel enfermo mental que violaba y asesinaba a sus pacientes-
y Jorge Rodríguez –el huérfano siniestro- o los ataques desproporcionados y
ruines de un tal Tarek Saab y un mezquino profesorcillo llamado José Pérez
contra Manuel Caballero y Hanni Ossot, Rafael Arráiz Lucca y muchos otros más,
perpetrados mediante el control de los medios de comunicación y el portal “Aporrea”) Si lo habíamos olvidado, o lo
recordábamos a veces con los devaneos de la memoria, el “Diario en Ruinas” nos lo
recuerda con cruel insistencia. Leerlo es sentir cómo aún duelen las cicatrices
de heridas que nos infringieron. Leerlo es sentir nuevamente el ardor de las
quemaduras.
Era noviembre de
1999 cuando, dice Ana Teresa, “comenzó su vida como opositora”: “Una oposición radical e irreversible, que
fue considerada como una enfermedad, y así titulé mi último artículo del año,
“La oposición como enfermedad del alma”, dedicado a la condena moral que se
ejercía sobre los opositores, ahora con nombre y apellido.” También por
esas fechas comenzó la mía y durante los siguientes cinco años sufrí los
vapuleos derivados de mi oposición, hasta que, desmoronada, tuve que ceder a
otros el puesto de primera línea. En ocasiones, lo olvido (o tal vez sólo lo
oculto bajo cantidad de experiencias y lecturas más recientes) pero la lectura
de este “Diario…” de Ana Teresa Torres me ha hecho recordarlo todo. Y
por eso me sangran las heridas de las manos mientras escribo.
ENTRADA DE 2001
“Con el lema con mis hijos no te metas se
convocó la primera manifestación contra el gobierno de Chávez, el 31 de marzo,
en la plaza Brión de Chacaíto. No asistí, pero la vi por televisión y divisé
entre los manifestantes algunos líderes de opinión; eso me hizo pensar que el
acto había sido más importante de lo que yo había supuesto, aunque la
asistencia fue bastante pequeña y tuve la falsa impresión de que había sido un
fracaso. No era así. Esa primera concentración opositora fue la semilla de las
imponentes manifestaciones que tuvieron lugar el año siguiente”.
V.
Es preciso
destacar aquí cómo la labor de dos damas intelectuales como Yolanda Pantín y
Ana Teresa Torres (y que en la historia futura no les sea escamoteado ese
mérito) contribuyeron a la visualización de la resistencia de los intelectuales
venezolanos ante el abrumador poder del chavismo vociferante que ya emulaba
aquello de sacar la pistola si oía la palabra cultura. Por supuesto, no ha sido
total esa resistencia: hay nombres de intelectuales que fueron manchados y
siguen ese camino, aferrados a un sino que destiñe su obra pasada y simplemente
ahoga la obra actual (pues nada han producido) Me refiero a Luis Britto García,
Laura Antillano, Gustavo Pereira, José Canache La Rosa, Miguel Márquez, Luis
Alberto Crespo, Ana Enriqueta Terán, Ramón Palomares, Celso Medina, Earle
Herrera, y otros de cuyo nombre, en verdad, no puedo acordarme. Los nombro
porque deseo incluirlos para siempre en el memorial de la infamia. Los nombro y
me huelen a cadaverina.
Una gran parte
de este “Diario…” se refiere a las luchas de intelectuales y artistas
(escritores específicamente) por resistirse a las imposiciones de un régimen
que se encaminaba día tras día hacia lo tiránico, lo dictatorial. El nombre de
un personaje gris como lo es Gonzalo Ramírez, defensor de los soviets y
adorador de Stalin, es frecuente, pero explica cómo se ha consolidado esa forma
de desmantelar pero a la vez mantener el funcionamiento (la burocracia) de los
ministerios e instituciones culturales bajo la égida del chavismo. En la
actualidad, con el madurismo rampante, no hay siquiera instituciones culturales
en contiendas ideológicas: no las hay. No las hay. Aunque quizás soy injusta,
porque sé por lo menos de una que, estando con el proceso en cuerpo y alma,
acaba de entregar sus instalaciones y sus objetivos a las milicias
bolivarianas: taller de arte transformado en cuartel por un solo acto
administrativo.
VI.
No me siento
capaz de reseñar este libro. Hay demasiados eventos que me tocan. Demasiadas
pérdidas personales y está la descripción descarnada de cómo fuimos
involucionando como Estado, como Nación y hasta como personas hasta
convertirnos en esto: emigrantes desesperados, eunucos de ideas, aspirantes y
deseantes de dádivas del gobierno que permitan sobrevivir una semana, quince
días más. No protestamos ya por la falta de gas, de agua, de electricidad, de
comida suficiente, de medicamentos, de salarios dignos. Vivimos en una especie
de gigantesco campo de concentración donde nos van exterminando lentamente para
que algún día vengan chinos o rusos o bielorrusos o iraníes a repoblar las
tierras ya abandonadas y esterilizadas. Si los dejan. Y esto lo agrava la
pandemia.
Y este libro nos
va diciendo cómo sucedieron las cosas: cómo, entre 1998 y 2017 nos fuimos
transformando en lo que somos hoy. Este libro es una memoria, un recordatorio,
como ya lo he dicho. Pero es, además, un documento histórico. Un legado para
llamar la atención de nuestros descendientes acerca de lo que no debe, no puede
ser admitido en un futuro que seguramente vendrá. Y creo percibir aquí la
mirada verde-musgo de Ana Teresa: la duda, ése ¿tú crees? Que arroja
iluminaciones sobre mi esperanza. Pero la historia ha demostrado que, como dice
la canción, “todo tiene su final/ nada
dura para siempre”. Seguramente, yo no lo veré. Ni lo verá Ana Teresa
Torres. Pero alguien lo verá y será el momento entonces de rescatar todos estos
testimonios y decir, como dicen los judíos después de la Shoá: “Nunca
más”
El Tigre, 20 de
mayo de 2020
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