Minnie Gasbab es una
terrible chismosa... dijo Mrs. Clark a Mrs. Boffin, mientras
paseaban lánguidamente en medio de la
tarde tropical. Era el mes de julio. Un sol blanco y ardiente llenaba todos los espacios. La atmósfera era
sofocante y despertaba los instintos
adormecidos por siglos de educación y buenas costumbres. En ese lugar todo era
distinto: la cólera, el amor, los celos, la dicha, se sentían de diferente manera. La misma Mrs. Clark, con
todo y haber sido educada en el seno de
una aristocrática familia bostoniana,
había roto a bastonazos los cristales de su
casa, cuando discutió con Mr. Clark en cierta oportunidad. Después, ambos tuvieron que inventar algo
sobre una explosión, lo que ocasionó que la Superintendencia de
Mantenimiento realizara una ardua
revisión de las tuberías de gas, cuyos
resultados los dejaron perplejos.
Mrs. Clark sentía que
se ahogaba, a pesar del aire
acondicionado y de la vegetación tan fresca y hermosa de los jardines. Ella y Mrs. Boffin, una
joven de Kansas, muy educada,
acostumbraban caminar por los jardines del
Campo Norte de San Roque, todas las tardes. Caminaban bajo lujosos arcos de trinitarias cuyos tonos
variaban desde el rojo frambuesa hasta
el rosado. Había helechos colgando como
cortinas de un verde delicadísimo. Setos de cayenas cuidadosamente recortados. Macetones de
azaleas blancas. Jardincillos circulares
de lirios y calas, flores obscenamente carnosas. Sí: era obsceno. Mrs. Clark
jamás se había imaginado que pudiera
existir algo así.
-¿No le parece, querida, que hace un calor sofocante?, dijo.
-Sí, claro, supongo que podemos entrar al
Salón, si usted quiere, respondió su compañera.
Mr. Clark le había dicho al principio, cuando le propuso venirse a ese lugar, que sólo
serían unos meses. Algo para él very important. El desarrollo de su
carrera. No le habló de las
incomodidades, de los insectos, de la
humedad caliente del aire, de la fuerza monstruosa de las pasiones, ni
del lugar en que vivirían: aislado por perros
y alambradas, y donde deberían circunscribirse a tratar con veinte o veinticinco familias de tan diversa
cultura y nivel social, igualadas por la
necesidad de juntarse, extranjeros en
medio de nativos que eran a la vez untuosos y hostiles.
Por lo demás, fuera de las alambradas sólo había una llanura reverberante, y, más lejos,
un poblado sucio y bullicioso, donde se
cultivaban el vicio, la perversión y la violencia. Mrs. Clark había ido dos o
tres veces, con idéntica sensación de
grima. Ya esto duraba demasiado.
Después de año y medio, apenas si lo
resistía. Todo el tiempo temía volverse
loca. Ni siquiera se atrevía a tener un niño, como reiteradamente se lo había sugerido Mr.
Clark, porque dudaba de que fueran
adecuadas las condiciones del lugar.
¿Qué educación podría proporcionarle a un chico en esas circunstancias? Oh, aquellas amas de casa
parlanchinas tenían hijos que cuidaban
sirvientas indias. Las vestían con
uniformes azules, les quitaban los piojos, y a cambio de una cantidad insignificante, se podían
dedicar a comer cacahuates y jugar a las
cartas. Una vez quiso promover un
Círculo Literario, como el que su madre había tenido en Newports los veranos, pero aquellas mujeres
apenas sabían de lo que se trataba. Y
fuera de los suyos, que no eran muchos,
los únicos libros que había en el campamento eran los religiosos del reverendo Castle, quien
cierta vez, al oírla hablar de cierto
John Dos Passos le había recomendado privadamente que no volviera a
mencionarlo: That communist, God save us, había dicho.
Mrs. Clark y Mrs. Boffin caminaban sin apresurarse, las dos tan jóvenes, tan rubias,
tan bonitas, vestidas con sus vaporosos trajes blancos escotados y ocultas bajo
la doble sombra de sus sombreros de paja y sus
sombrillas estampadas: la de Mrs. Boffin, con pequeñas flores, y la de Mrs. Clark, a rayas anchas blancas,
rojas y azules. Hablaban de los
acontecimientos que envolvieron a otra
vecina, la pequeña Mrs. Donne, de soltera Umbrella, Stallone, o cualquier otra
cosa italiana, quien recientemente había vuelto a la Unión, después del
estallido de un escándalo donde estaba
metido, decían, hasta el propio reverendo Castle. Todavía no se sabía a
ciencia cierta qué cosa había sucedido,
y si bien se hablaba de hombres pasados
por el lecho de Rose Donne, ninguna de las
chicas, después de someter a sus maridos a cuanto proceso de confesión se les ocurrió, había obtenido
una historia clara. Y ahora Mr. Donne
andaba embriagándose en Santa María, con
una corte de gente de mala vida. Mr. Clark había comentado que, de seguir así, La Compañía
tendría que prescindir de sus servicios.
En aquellos días calurosos y brillantes, de impredecibles tormentas, había surgido la
historia que encendió los rumores por
igual en las asépticas viviendas y los
salones de los Clubes Norte y Sur de San Roque, y hasta en el polvoriento laberinto de casuchas y
bares del pueblo de Santa María del Mar
(a Mrs. Clark le parecía incomprensible que, estando tan lejos del mar, aquel
caserío odioso tuviera tal nombre, pero
lo atribuía a la mentalidad de esa
gente, tan extravagante). El rumor aludía a algo entre Rose Donne y, tal vez, un negro. Comenzaron a barajarse
posibilidades. Se decía que Mr. Donne
había protagonizado riñas con algunos
obreros de la perforación, con uno de los gerentes y había retirado el saludo al profesor Boffin. Aun
así, nadie podía decir exactamente qué
había sucedido.
-Salvo que no haya
sucedido nada y todo haya sido invención
de Minnie Gasbab: yo la conozco...,
dijo Mrs. Clark en voz alta, siguiendo
el curso de sus pensamientos.
-¿Qué sabe usted de ella?, preguntó con
curiosidad la otra mujer.
-Nada, en realidad...
Pareciera que no tiene más ocupaciones
que mirar por la ventana y comentar luego
lo que ve, convenientemente ampliado y...reinterpretado, diría yo. Creo que ella podría ser una buena escritora
de novelas... De hecho, imita los libros
de Joachim Red Sauce
-Pero va mucho a la
iglesia, es piadosa... En cambio Rose
Donne no parecía muy...moral... siempre con
esos trajes llamativos y esa risa... Era católica, además, hija de italianos... ¿cómo creer que no...?
Todo la condenaba, usted la vio también: era coqueta... Y Minnie Gasbab es de una antigua familia de Georgia,
mientras que Rose venía de New York,
usted sabe...
-Claro... dijo ambiguamente Mrs. Clark.
Ambas
entraron al salón bien aireado y ventilado, lleno de mesitas redondas y sillas
de listones pintadas de blanco. Detrás de la barra había una estantería para
bebidas. Varios espejos daban mayor amplitud al espacio. También allí había
plantas, verdes, vigorosas, exuberantes.
El barman cabeceaba sobre un periódico, y dos
chicas vestidas de verde y blanco se movían entre las damas sentadas allí a esa hora para beber té frío
con limón o refrescos de frutas
tropicales, y comer pasteles. No había
un solo hombre entre los clientes. En cambio, varios niños correteaban por la terraza, chapoteaban en la
alberca, en el estrado de la Orquesta
que amenizaba algunas noches, y entre
las mesas. Niños rubios y sonrosados, cuidados por sus niñeras vestidas de azul celeste.
Mrs. Gasbab, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, delgada, musculosa, gran jugadora
de tenis y de golf, con la cara quemada
y arrugada por el sol y el cabello
corto, dorado, con mechones blancos, reinaba en el grupo de trece o quince mujeres que la
escuchaban mientras consumían
placenteramente sus meriendas. Cuando ellas
entraron y cerraron sus sombrillas, voltearon a mirarlas y las saludaron con gestos de efusiva
bienvenida:
-¿Qué tal, Margret, qué
tal Ann...? ¿Qué tal el paseo?¿Desean acompañarnos? Por favor... ¿qué tomarán?
-Vengan, vengan...
Escuchen... Minnie está contándonos más
de esa indecente historia: ya saben...
-Oh, sí, indecente but
very funny, that’s right?, dijo Mrs. Clark y se
sentó con una sonrisa.
Mrs. Boffin la siguió
con cierta reserva, pues sabía que el
nombre de su esposo había sonado fuertemente en el rumor, aunque ella creía en él cuando negaba su
participación en ese asqueroso asunto.
En ese momento, la lavandera negra del Campo pasó, seguida por su hija
adolescente. Las dos llevaban sobre la
cabeza los fardos de ropa blanca que mandaba a
repartir La Compañía, y caminaban altivas y garbosas, exhibiendo sus hermosos cuerpos.
-Precisamente con el hijo
de Frony fue con quien la vi por primera
vez desde mi ventana. Créanme, queridas,
no fue una ventaja tenerla allí... Pasaban tantas cosas pecaminosas en esa casa, se decían
tantas obscenidades... Y yo, sin poder evitar verlas y oírlas...
Mrs. Boffin se removió inquieta. Le dolía el cuello por la tensión. A cada momento
esperaba que le hicieran alguna
pregunta, o que mencionaran a su marido.
Aquel asunto de Rose Donne había sembrado incertidumbre y desconfianza en todo el Campo: los hombres
que trabajaban en las perforaciones, y
que regresaban cansados, sucios de barro
y aceite, miraban con suspicacia a sus mujeres,
tibias y suaves, que los esperaban en el confort del hogar, y las interrogaban sin sutileza, analizando
las respuestas con minuciosidad.
Desconfiaban de los que trabajaban en las
oficinas: gerentes, contadores, médicos, oficinistas y profesores, y que cumplían un horario, o
podían desplazarse con libertad en el
área de viviendas mientras ellos estaban
lejos. Siempre había existido una vaga rivalidad, pero ahora las cosas se planteaban de diferente
manera: ¿dónde pasaban sus ocios aquellos dandis perfumados mientras ellos se reventaban chapoteando en el fango,
atormentados por el ruido de las calderas, a pleno sol o en plena noche, trabajando como brutos?
También los señores de las oficinas recelaban del encanto que para algunas mujeres podían
tener esos hombres toscos, con sus
olores viriles, el aura aventurera de su
forma de ganarse la vida y de su origen en pueblos del Oeste. Y todos desconfiaban de los criollos que trabajaban en el Campo: jóvenes latin lovers de cabellos asentados con brillantina, piel morena,
vestidos de blanco y bañados en agua de
colonia. Los miraban de soslayo en las
reuniones mientras ellos desplegaban sus artes de fascinación, su
habilidad para el baile y la exótica blancura
de sus dientes de animales sanos.
Por su parte, tampoco las mujeres confiaban en sus hombres, ni en las otras mujeres,
sobre todo si eran jóvenes y atractivas.
Sólo Mrs. Gasbab lucía absolutamente
segura de su posición. ¿Acaso porque Mr. Gasbab, que era uno de los gerentes, había perdido para
siempre sus apetitos sexuales? ¿O quizá porque ella, Minnie Gasbab, podía satisfacer todos sus deseos?
-Yo no creo que sucedieran
tantas cosas, dijo Mrs. Clark en aquel momento, pienso que nos estamos dejando llevar por la fantasía... El hijo de Frony,
por ejemplo, es apenas un muchacho, y
muy respetuoso... Por muy loca que
hubiera estado Rose Donne, él hubiera sido lo suficiente mente juicioso como para...
-¿Defiende usted,
Margaret, a un negro y a una perdida italiana...?, sonó con cierto tono gangoso y glacial, la voz de Mrs. Gasbab. Todas en la
mesa se estremecieron. No creo que una
dama como usted crea en verdad lo que
dice... A menos que eso haya aprendido en la universidad, leyendo todos esos
libros...
Mrs.
Clark se apresuró a replegarse,
ruborizada de cólera, pero temerosa.
-Lo siento, no quise decir
nada, en realidad no tengo opinión...
-No se inquiete, querida,
comprendemos sus sentimientos: es usted
taaaan jooven, y ha leído tanto... eso
confunde a cualquiera, dijo amablemente Mrs.
Gasbab.
En el silencio que siguió se escucharon los gritos juguetones de los niños, las
reconvenciones de las niñeras en tono
apagado, la agitación del agua de la alberca, y el canto de los pájaros. Una
luz dorada había llenado todo el espacio
en el ocaso. Mrs. Clark sorbió su té y las
conversaciones volvieron a fluir. Ahora se hablaba de una máscara de
belleza hecha a base de avena de hojuelas y
miel: sólo veinte minutos una vez a la semana, y luego una de clara de huevo durante media hora. Alguien
mencionó los baños de tilo para calmar
los nervios, y la charla derivó hacia
medicinas naturales y tejidos de aguja. Al cabo de un rato, Mrs. Clark se levantó, recogió sus
cosas y se despidió amablemente del grupo. Miró a Mrs. Boffin:
-¿Viene, querida...?
Mrs. Boffin, aliviada, recogió también su sombrero y su sombrilla, y ambas salieron a
la tarde que languidecía. No comentaron
nada. Al llegar a la calle, apresuraron
el paso entre la doble fila de casas blancas,
con puertas y ventanas pintadas de verde, protegidas por telas metálicas, techos de asbesto rojo y
jardines simétricos, separados por
cercas de tabloncitos también blancos.
El césped recortado tomaba un color plata, y las flores de los setos se iban hundiendo en las
primeras sombras de la noche. Cada casa
tenía un buzón y un senderillo de
granito que conducía hacia la puerta principal y se bifurcaba hasta la parte
trasera, la puerta de la cocina y el
lavandero. Las dos mujeres se despidieron
con un beso gentil, revisaron el buzón, recorrieron el sendero, abrieron la puerta y fueron
encendiendo las luces.
De idénticas alacenas y refrigeradores, comenzaron a
sacar los ingredientes para preparar la
cena.
A lo lejos, hacia el sur, se acercaban velozmente los camiones que traían a los
hombres desde los pozos. Se acercaban, levantando el polvo rojo de la sabana.